DICEN LAS PAREDES (Eduardo Galeano)

DICEN LAS PAREDES (EDUARDO GALEANO)

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En el sector infantil de la Feria del Libro, en Bogotá:
El locóptero es muy veloz, pero muy lento.

En la rambla de Montevideo, ante el río-mar:
Un hombre alado prefiere la noche.

A la salida de Santiago de Cuba:
Cómo gasto paredes recordándote.

Y en las alturas de Valparaíso:
Yo nos amo.

En Buenos Aires, en el puente de La Boca:
Todos prometen y nadie cumple. Vote por nadie.

En Caracas, en tiempos de crisis, a la entrada de uno de los barrios más pobres:
Bienvenida, clase media.

En Bogotá, a la vuelta de la Universidad Nacional:
Dios vive.

Y debajo, con otra letra:
De puro milagro.

Y también en Bogotá:
¡Proletarios de todos los países, uníos!

Y debajo, con otra letra:
(Último aviso.)

En Montevideo, en el barrio Brazo Oriental:
Estamos aquí sentados, mirando cómo nos matan los sueños.

Y en la escollera, frente al puerto montevideano del Buceo:
Mojarra viejo: no se puede vivir con miedo toda la vida.

En letras rojas, a lo largo de toda una cuadra de la avenida Colón, en Quito:
¿Y si entre todos le damos una patada a esta gran burbuja gris?

En pleno centro de Medellín:
La letra con sangre entra.

Y abajo, firmando:
Sicario alfabetizador.

En la ciudad uruguaya de Melo:
Ayude a la policía: Tortúrese.

En un muro de Masatepe, en Nicaragua, poco después de la caída del dictador Somoza:
Se morirán de nostalgia, pero no volverán.

En la Facultad de Ciencias Económicas, en Montevideo:
La droga produce amnesia y otras cosas que no recuerdo.

En Santiago de Chile, a orillas del río Mapocho:
Bienaventurados los borrachos, porque ellos verán a Dios dos veces.

En Buenos Aires, en el barrio de Flores:
Una novia sin tetas más que novia es un amigo.

MARIANO JOSE DE LARRA

MARIANO JOSÉ DE LARRA

 

Un 24 de marzo de 1809 (hace entonces 200 años) nacía en la antigua sede de la Real Casa de Moneda de Madrid, Mariano José de Larra, el maestro del periodismo moderno. Ilustrado, arrebatado y romántico, que se quitó la vida con un tiro en la sien, antes de cumplir 28 años, tras un desengaño amoroso y el hastío vital que le producía España.

Helicon ha publicado ya dos artículos de Larra: “Yo quiero ser Cómico” (21-09-2008) y “Los Calaveras” (26-01-2009). Hoy, como homenaje a un hombre que sorprendentemente resulta hoy de plena actualidad, presento “Los Amigos”.

 

Los amigos

http://www.irox.de/larra/articulo/index.html

 

La Revista Española, 20 de octubre de 1833

Adorada era la amistad en Roma como diosa; pero ¿qué mucho que fuese considerada la amistad como ente divino en la ciudad donde tenían altares erigidos y eran como dioses incensados hasta las virtudes y los vicios, los placeres y los dolores? Entre nosotros no puede existir con esa importancia: ¿Consiste en que es un ser enteramente ideal en nuestras costumbres? Esto sería decir acaso demasiado; el corazón del hombre siempre ha sido el mismo, y de este axioma se debe deducir que ha existido siempre o no ha existido nunca: filósofos, sin embargo, la han negado, afirmando que no hay en el mundo amistad; han opinado otros que si la amistad podía encontrarse en algún caso, sería entre personas de distintos sexos; defendieron varios, en contra de éstos, que entre los dos sexos no puede hallarse otro sentimiento dulce y afectuoso, sino amor. Estoy convencido, sin embargo, de la exageración de todas estas opiniones, en favor y en contra de las cuales nada sería más fácil que encontrar pruebas, y creo que habrá pocos que duden de esta verdad. Será fortuna el pensar así; acaso será fatalidad. Sea lo que fuere, creo que en algunos casos se da verdadera amistad; creo que en otros se da verdadero amor; peligrosa podrá parecer esta creencia a las almas frías o escarmentadas que no ven en el mundo sino amargos desengaños. Felizmente tengo el orgullo de no contar la mía entre las primeras, y la dichosa ceguedad de no deberme creer comprendido en la clase de los segundos; si para las relaciones de la vida puede ofrecer alguna contingencia esta confianza, pienso que debemos adoptar siempre, en caso de duda, las creencias que pueden hacernos más felices: si hay contingencia arrostrémosla. El talento es capaz de todo, y no hay sofismas que no haya sabido sostener brillantemente; desechemos, pues, las argucias, y no sacrifiquemos la verdad al deseo de fascinar manifestando talento: ¿a qué atormentarnos? ¿A qué hacernos infelices, buscando con ingeniosas declamaciones nuestra propia desdicha eternamente? Mañana, pasado, al otro –me dirán–, acaso algún amargo desengaño se atraviese, en el transcurso de la vida, a daros una dura lección; enhorabuena, por ella pasaré. Imposible es entretanto que vea el mundo tan feo como de él suelen algunos descontentadizos escribir…

Así meditaba yo a mis solas no hace mucho tiempo, en uno de aquellos momentos en que, contento el hombre por alguna reciente satisfacción, se borran de su corazón sentimientos de misantropía; porque es de advertir que, generalmente, sólo los dichosos son los que tienen los ojos en disposición de ver las virtudes o las acciones buenas; pero ¿qué mucho? Es indispensable, dije para mí, escribir un artículo sobre esa amistad tan ultrajada; y comencé a revolver autores y opiniones de los que de ella han escrito. Contradicciones hallaba en todos con mi modo de pensar del momento; no perdí, sin embargo, la esperanza de convenirnos. "No puedo responder –decía La Beotie cuando le preguntaban por qué amaba a un su amigo–, no puedo responder sino diciendo: porque es él, porque soy yo; porque gusto de él, porque gusta de mí." "Si queréis evitar el arrepentiros el día de mañana de haber tenido amigos, tratadlos siempre como si algún día hubiesen de llegar a ser vuestros enemigos", encontraba en uno; corto elogio es éste de los amigos, sin duda alguna. "¡Locura –decía Mirabeau– pensar que uno ama otra cosa que a sí mismo en un amigo!" A algunos parecerá esta máxima espantosa. "Estad convencido –escribía Addisson a uno– de que la amistad de las gentes de mundo no es más que una confederación de vicios o una liga de placeres; vivid, pues, con cuidado." "Por la mañana –decía otro– no soy amigo de nadie; después de comer, de todo el mundo; hasta ese grado de amistad subo." "Si os veo –escribía madama de Sevigné a otra señora–, no puedo dudar de que soy vuestra amiga; pero en no viéndoos… ¡Adiós!"

Revolviendo, en fin, librotes y filósofos, vengo a parar a Jouy, al ameno escritor de costumbres, al modelo, al conocedor del corazón humano; releo su artículo sobre la amistad y paréceme, de todos, el más racional; nada creo poder hacer mejor que dar por hoy a mis lectores un extracto de Jouy. En primer lugar, ¿por qué no ha de robar Fígaro alguna vez? En segundo, ¿qué lector podrá reconvenirle si le da en vez de un artículo suyo otro de Jouy? El trueque no es dudoso: yo, por mi parte, no vacilaría.

Si hemos de juzgar –dice Jouy– por el dicho de Séneca: "¡Oh amigos míos, ya no hay amigos!", nunca se ha entendido bien el valor de la palabra amistad, o al menos hace mucho tiempo que se ha reconocido la necesidad de tergiversar su verdadera acepción, para poder hacer uso de ella. Siento la mayor veneración hacia aquellas amistades antiguas que han inspirado tan hermosos versos a los poetas, tan bellas páginas a los historiadores, tan nobles máximas a los moralistas; pero siéntome humillado por la especie humana al considerar que es preciso remontarse a los siglos más remotos para encontrar esos morales ejemplos. Los Teseos y Peritoos, los Orestes y Pílades, los Nisos y los Eurialos son dignos de nuestro respeto, pero los tiempos en que han vivido se avecinan demasiado a los tiempos fabulosos, y para entusiasmarme con sus virtudes necesitaría estar más seguro de que han existido.

Tres clases de amigos tengo–decía con gracia Voltaire–: los amigos que me quieren; los amigos a quienes soy indiferente, y los amigos que me aborrecen. Esta es la más exacta clasificación de las amistades del día. Digámoslo en honor de la sociedad en que vivimos: la primera de esas tres especies, la de los que se aman, es acaso más común en estos tiempos que lo ha sido nunca.

Duclos, en su libro Consideraciones sobre las costumbres, en que hace una pintura de los amigos indiferentes, nota que el privilegio de un antiguo amigo suele consistir en ser desairado con preferencia a cualquier otro, y verse obligado a pasar por el desaire: ¡Dichoso él, añade, si por un exceso de confianza le da parte de los motivos!

Don Juan es, por ejemplo, mi amigo desde la infancia; hasta la presente hemos corrido igual suerte; llega a ocupar un puesto eminente; conoce mis recursos y mis necesidades, y más de un empleo tiene a su disposición. Asombrado estoy de que no se acuerde de mí. Sin duda le ocupan muchos gravísimos asuntos; preséntome a él. ¡Cuánto se alegra de verme! Me cuesta trabajo, pero, en fin, acabo por confiarle el objeto de mi visita, y díceme rotundamente: "no"; pero con esa misma sequedad y sin ocultarme sus motivos. Un desaire no puede incomodarme a mí, amigo antiguo de la casa; ha sido preciso contestar primero a personas desconocidas muy recomendadas, a quienes no convenía convertir en enemigos; pero ya se presentará alguna otra ocasión. Preséntase efectivamente veinte veces, y siempre las mismas consideraciones. Me enfado, voy a romper con don Juan, pero acuérdome a tiempo del precepto de Bacon: Es preciso saber querer a sus amigos, hasta en su prosperidad.

Hallábame días pasados en casa de la condesa de S. L., en compañía del enorme barón de Orf…, el cual, después de comer, digería lentamente, hundido en una poltrona donde aparentaba cavilar. Un atolondrado comete la imprudencia de hablar de la muerte reciente del pobre Darcés, amigo íntimo del barón. Dase todo el mundo a temer que haya abierto de nuevo una llaga demasiado fresca aún, y todos procuramos torcer la conversación. El mismo barón, sin embargo, la renueva; no se cansa de hacer elogios de su difunto amigo, y concluye, en fin, con este rasgo característico:

–Hacía treinta años que éramos amigos; él carecía de todo; ha muerto en la mayor miseria: pues en su vida me pidió un duro.

Al lado de esa informe y grosera mole de egoísmo y brutalidad, hallábase un doctor, que se dice médico, cuya fisonomía alegre y rubicunda anuncia la honradez más trivial y la familiaridad más incómoda. Es la criatura más comunicativa que en la tierra existe. Os llama su amigo la primera vez que os halla, y a la segunda os tutea. Juntos salimos de casa de la condesa, y noté que dió, o más bien tomó, en paseo, la mano a más de veinte personas, y saludó a más de cuarenta, a todos con el mismo entrañable cariño. Pero bien conocido es su diálogo con M. N., a quien se acercó al salir de la ópera una noche, y le dijo:

–Buenas noches, amigo, ¿cómo lo pasas?

–Bien, amigo: ¿cómo te llamas?

Hablemos ahora de los amigos que se aborrecen, o de los cuales uno aborrece al otro. "A veces –dice Rivarol–, dos personas se unen y se hacen amigas para aborrecer a perfecta vicenda, o tal persona o tal partido: únenlas a éstas odios comunes." Algunas de esas odiosas asociaciones pudiera citar, cuyos vínculos estrechó la cobardía, la vileza, la envidia; pero sería abusar ya demasiado del nombre de amigo el darle a meros cómplices.

Por la misma razón que la amistad tiene sus víctimas, tiene también sus hipócritas. ¿Conocéis a M. Bon? Es el hombre de más mal gusto, que peor discurre y que escribe peor. No diré que es el más venal, porque al fin, bueno es no desanimar a nadie. Pues M. Bon habla mucho de amistad; pero de esa amistad varonil, fuerte, que no da lugar a consideraciones. Nunca transige con la verdad, según dice: Amicus Plato, magis amica veritas; ésa es su divisa. Mientras más quiere a sus amigos, menos indulgente es con ellos; más le chocan sus vicios y defectos. No sólo les debe la verdad, sino que la debe también al público. ¿Acaba, por ejemplo, alguno de sus amigos una obra? Su antigua amistad, que le abre los ojos al momento para ver los errores que hay en ella, hasta el punto de ver también los que no hay, se apresura a darle en público consejos tales, que dispensan al odio de tomar parte en la discusión. Todos convendrán conmigo en que este amigo no debe contarse en el número de aquellos de quienes habla Tácito: Pessimum genus, amicorum laudantes, etc. (La peor especie de amigos es la de los aduladores.)

–¡Malhaya semejantes amigos! –exclamó el marqués de S., en presencia de quien bosquejaba yo ese retrato–. ¿Cómo puede uno llamarse amigo del hombre a quien despedaza? Yo soy de opinión de que la amistad debe ser ciega para los defectos. Ya sabéis las relaciones que me unían con el pobre caballero Mircourt; tres desdichadas pasiones tenía: el juego, las mujeres y los versos. Las dos primeras le han arruinado; la última ha acabado por ponerle en ridículo. Tenía en mí la mayor confianza; pero yo, lejos de afligirle con inútiles consejos, he cumplido con el deber de amigo respetando sus flaquezas, y lisonjeando hasta el último momento su amor propio de autor.

–Caballero –dije entonces a ese amigo, tan pérfido como el otro–: si yo hubiera conocido a Mircourt, le hubiera obligado a precaverse contra vuestros elogios con cierto talismán de que habla Virgilio: Si ultra placitum laudarit, Baccare frontem cingi, ne vati voceant.

Hablando estaba todavía con el marqués de S. cuando entró en el salón un joven a cuyo encuentro salieron otros; oíles entonces pronunciar por lo bajo las palabras desafío, muerto, huído. Me informo, y averiguo que se trata de una desavenencia entre tres amigos íntimos, casualmente rivales, de la cual había sido causa una coqueta, y efectos la muerte de uno de aquellos jóvenes y la fuga de su adversario, mientras que el tercero se había ido a pasar unos días al campo con la moderna Helena, objeto de la disputa.

Si es triste pensar que una mujer es causa de semejante rompimiento entre amigos, es consolador el ver otra, por ejemplo, servir en cierto modo de vehículo entre dos hombres, a quienes no parece que pudiera reunir circunstancia ninguna, ni la edad, ni la posición ni los intereses. En efecto, ¿por qué está admitido don Fernando en la intimidad de algunos señores? ¿Tiene un nombre conocido, tiene alguna brillante prenda? No: es un aventurero, sin talento, sin imaginación, de oscuro nacimiento. ¿Es uno de esos bufones parásitos, cuyas cuchufletas…? Nada de eso; don Fernando es el más triste, el más pesado de todos los hombres; pero él está al corriente de todas las intrigas de bastidores; no hay una bailarina a quien no conozca; no hay modista cuyos recursos, cuyas necesidades no sepa; es un repertorio ambulante de la crónica escandalosa de la capital. No sé qué nombre se da ahora ya en la Corte al empleo que desempeña el amigo don Fernando; pero todavía me acuerdo del que se le suele dar en provincias.

¿Qué deberemos inferir de estas diversas observaciones de Jouy? Que la amistad es lo que ha sido siempre; la cosa más rara, más difícil de encontrar; que no es culpa de los amigos si son malos, sino de los hombres, que viendo en todo ilusiones, se empeñan en exigir de la flaca humanidad más de lo que puede dar de sí; que hay tanto menos derecho a exigir amistad heroica de los demás cuanto que si cada cual mete la mano en su pecho, no se encontrará héroe a sí mismo; y, por último, que la palabra amigo es ahora, como ha sido siempre, la que recibe del uso las acepciones más diversas y más apartadas de de su verdadera significación.

 

¿Por qué te gusta España?

¿Por qué le gusta España? Ojala lo supiera, parece decir mi mente….

 

Tarea ardua, pero tengo que rellenar este cuestionario para una chica que está escribiendo su memoria de máster. Pero, ¿por qué me gusta España? Esta misma pregunta me la he hecho yo misma, pero todavía no he encontrado una respuesta adecuada, una respuesta que la pueda utilizar para responder preguntas como la anterior.

 

Una respuesta que pueda englobar los sentimientos que has experimentado, las experiencias que has vivido… Siempre algo falta, algo que no encaja…

¡Jopeta! como dicen mis alumnos, con esa jota que parece el rugido de un león.

 

Lo que falta, lo puedes encontrar sólo cuando decides estar en esta tierra, dejando a un lado todo lo que te han contado, todo lo que has leído tú, en definitiva, todo lo que te han enseñado. Y, sólo cuando estés en España, de repente, te das cuenta porque no puedes encontrar esta maldita respuesta que te pueda librar de estos cuestionarios que tienes que rellenar, con frases que te parecen tan corrientes, tan trilladas, como si hubieran salido de las páginas de Cosmopolitan o de Elle.

 

Llevas más de dos horas dándote vueltas sobre esta pregunta pero todavía no has escrito nada. Nada…

 

Pero ¿cómo que nada?, es que tú Maraki, siempre te complicas la vida… Vayamos por partes, para que puedas rendir así homenaje a tu naturaleza aristotélica:

 

1. Señas de lo “español”

 

Supongo que en este apartado entrarían cosas como: El chocolote es dulce y espeso como aquella taza de chocolate que probaste una mañana de marzo acompañada de Areti y José en una cafetería de Oviedo, que te quemó los labios y decidiste nunca más precipitarte en probarla.

 

O la ruta de tapeo con tu querida AlmaLeonor en Valladolid para que sintieras tú también el ritmo de la vida española, marcada por la necesidad de encontrarse, al atardecer, todas las generaciones confundidas, en los paseos y en los bares de tapas.

 

También inolvidable te será aquella chica cuyo nombre no recuerdas que conociste preguntando por algún buen local para comer en Santiago de Compostela y que amablemente ella no solamente te indicó un lugar sino que te mostró la ciudad con sus valiosos e inexplorados rincones, haciéndote de guía mejor que jamás podrías tú imaginar. Lo único que recuerdas de ella es su lugar de nacimiento que te recordaba el lugar de algún personaje no tan deseado para la historia contemporánea del país… 

 

2. Hedonismo a la española

 

Desde el momento que pisaste España, vayas donde vayas, no puedes dejar de darte cuenta del contagioso entusiasmo de este pueblo. Una despreocupación que no te cansa sino que te relaja.

 

3. Lengua para hablar con Dios

 

Ay, la lengua…Decía Reverte en uno de sus libros que alguien griego dijo “Le contaré algo que se dice en Grecia y que quizá usted ignora, aquí pensamos que cada idioma está hecho para algo: Si quieres hablar de filosofía, aquí está nuestra lengua griega, y no hay otra, por más que se empeñen ingleses y alemanes en meter sus verbos. Pero cuando un español habla … ¡ah, España!, cuando ustedes los españoles hablan, oímos a los ángeles cantar. Su lengua está creada para conversar con Dios. Toda mujer que conoce a un español aspira al matrimonio

 

¡Cuánta razón tiene Reverte! Jamás podrá aquel profesor de Historia en Salamanca que sólo asistías a sus clases sin que esas fueran necesarias, viernes a las nueve de la mañana, sólo para escucharle hablar con un acento que para ti significaba perfección, y armonía. En fin lo ideal.

 

Sobre la úlitma afirmación de Reverte, sin ir más lejos, casi todos tus conocidos tanto aquí como en tu tierra natal, han hecho realidad lo que tú llamas: “alianza hispanohelénica”. Por algo será.

 

Pero todo esto no deja de ser solamente la superficie…

 

Lo que hay dentro no ha encontrado salida en expresarse con palabras. ¡Mejor!, no hay que poner palabras en todo.

 

Te haces pensar en que quizás sea esa increíble diversidad humana o una vitalidad que se siente de forma extraordinaria en esta tierra la respuesta que anhelas tanto.

Quizás  sea el hecho de que no me he sentido nunca aquí “ξένη”(extranjera).

 

Talvez.

 

Pero no: sientes que hay algo por que está por descubrir más aquí.

 

Me imagino la cara de “mis españoles” leyendo este texto.

En boca de muchos de ellos harán su aparición palabras como “siempre los extranjeros tienen una visión mejor que los españoles”, “exageraciones”, “cosas de guiris”.

 

Ya son las dos de la madrugada y mañana tienes que madrugar.

Y aún respuesta no has encontrado.

 

Por más que lo intentes, no encontrarás.

 

Me es realmente tan difícil intentar describirlo en unas pocas líneas.

 

¿Por qué le gusta España? No sé/No contesto.

 

Maraki http://mariaenlatierradelosdioses.blogspot.com/

 

Dedicado a mi amiga AlmaLeonor que se lo había prometido desde hace mucho tiempo.

 

 

 

 

¡Hola!

Muchísimas gracias Maraki. Me ha hecho muchísima ilusión que me enviases tu texto.

Maraki, alma griega, corazón español. Maraki, que ama el Mediterráneo, y como buena griega lo siente como su auténtico hogar.

¿Cómo no va a gustarle España? Desciende de aquellos que saliendo de la Hélade, llegaron a Ampuries, Rhode, Mainaké…

En realidad Maraki, siempre estuvo aquí, en España, sólo que ella no lo sabia.

Bienvenida a ítaca. Siempre.

Besos.AlmaLeonor

 

 

 

EL CHICO DE LA BICICLETA Y OTRAS AUSENCIAS

EL CHICO DE LA BICICLETA Y OTRAS AUSENCIAS.

HOMENAJE A LAS VÍCTIMAS DEL ATENTADO DE MADRID DEL 11 DE MARZO DEL 2004

Veo pasar a un chico en bicicleta por delante de mi puerta. Lleva un chubasquero azul oscuro, un casco amarillo, los pantalones recogidos, gafas oscuras, y una mochila a la espalda. No le conozco de nada. Pero su silueta pasando delante de mi, me hace recordar la de otra figura amiga que ya no volveré a ver. El chico de la bicicleta al que me refiero murió el pasado mes de febrero. No le veré más, pero cada silueta parecida me lo recuerda, como un ausencia que no quiere, o no puede, desvanecerse del todo.

He tenido esa misma sensación en otras ocasiones. Cuando era niña y correteaba descuidadamente (bueno, en realidad no tanto) por las calles de mi barrio, me encontraba siempre con un hombre muy mayor sentado en el bordillo de un portal contiguo. Todos los días, casi a todas las horas. Era un hombre amable y sonriente que hablaba con practicamente todos los que por allí pasaban, gentes del mismo barrio, cuando aún las gentes del mismo barrio nos conocíamos por nombres, parentesco y ocupación. También saludaba a los niños, y hubo veces en las que nos regalaba alguna cosa. Yo recuerdo que a mi hermana y a mi nos regaló en una ocasión una tiza de color a cada una. Nos dijo como se utilizaban y los maravillosos dibujos que podíamos hacer con ellas. Él tenía varias en una cajita pequeña, de indefinible color debido a la mezcla de los diferentes tonos de las muchas tizas que allí guardaba. Un día dejé de verle. Era yo una niña aún, y no tenía conciencia de que las ausencias suelen tener un motivo. Varios días después seguía sin ocupar su sitio habitual en el bordillo del portal contiguo al de mi casa, pero por entonces ya comenzaba yo a mirar detenidamente aquel lugar, como asegurándome de que su espacio lo ocupaba una ausencia y no él realmente.

Algún tiempo más tarde, y no se precisar cuando, supe que aquel hombre había muerto. Su ausencia quedó para siempre ligada al espacio que ocupa en mi mente, un espacio al que siempre miro de soslayo, aún hoy, cuando paso por delante.

 

Hoy es 11 de marzo. Me pregunto cuantos de los espacios de ausencias son recordados cada día por las muchas personas a las que segaron la vida un día como hoy en la Estación de Atocha de Madrid y en otros lugares de la capital española. Me pregunto cuantas personas pasarán al lado de espacios que en otros momentos fueron ocupados por compañeros anónimos de días y días de rutina. Y tal vez por gentes no tan anónimas. Me pregunto cuantas veces los familiares, amigos y conocidos de aquellas víctimas notarán más que su ausencia, ese espacio que la ausencia llena, en su casa, en su habitación, en su lugar de trabajo, viéndolo llegar desde el balcón….

Yo los recuerdo hoy. Como homenaje a todas las víctimas. Pero estoy segura de que todos aquellos que los conocieron, o los vieron durante mucho tiempo en el mismo sitio, les recordaran como una ausencia presente en muchos momentos. Por ejemplo cuando un chico en bicicleta pase por delante de su puerta…

AlmaLeonor

CUENTO DE LA MOSCA COJONERA

CUENTO DE LA MOSCA COJONERA

 

Erase una vez un hombre que convivia con una mosca cojonera. Era lo primero que veía al levantarse y lo último al acostarse. Le acompañaba en sus desayunos, comidas y cenas, mientras veía la tele, y hasta cuando se duchaba.

 ¡Como disfrutaba el hombre bromeando con salpicarla! Le encantaba ver como se aseaba su linda cabecita con sus patitas delanteras, cual gracilmente movía sus livianas alitas… Le encantaba escuchar el sursurro que hacía al revolotear a su alrededor, y le resultaba sumamente divertido hacer un delicado gesto con la mano sobre su oreja para espantarla. Hasta le hablaba despacito y creía que reían juntos. Disfrutaba de su compañía cada minuto (y cada día eran más) que pasaba en casa. No sabía cómo, pero aquella mosca cojonera se había instalado en su vida y hasta podía afirmar (y lo había hecho) que no sería capaz de vivir sin ella.

Pero del mismo modo (sin saber como), descubrió un día que estaba harto de aquella mosca cojonera. Estaba cansado de ser lo primero que veía por la mañana y lo último que contemplaba por las noches. Le asqueaba verla revolotear alrededor de su comida, le molestaba que se pusiese delante de la tele siempre en el justo momento inoportuno. Estaba harto de encontrársela hasta en el baño. ¿Cómo podía estar siempre limpiandose su enorme cabezota con esas patas pringosas? ¿Cómo podía hacer tanto ruido con esas transparentes y débiles aletas? Estaba tan harto, que dejó de hablarla, luego pasó a los monosílabos molestos y por fín a los insultos directos.

Hasta lo comentaba en la oficina, donde, dicho sea de paso, no tenía a su alrededor el incordio de la mosca cojonera, así que pasaba allí muchas horas. También en el bar se libraba de su molesta y sempiterna compañía casera, así que  después de la oficina, era el lugar donde más tiempo pasaba. Allí, además, descubrió que había otros hombres con el mismo problema, y juntos (y borrachos) se divertían de lo lindo lanzando improperios sobre sus respectivas moscas cojoneras.

Pero una vez en casa, los gestos para espantarla se fueron haciendo cada vez más bruscos y hasta se descubrió un día dejando la mano agazapada para lanzar un segundo aspaviento, esta vez más fuerte. El tortazo en su propia mejilla le sirvió para aumentar su ira, pero también para descubrir que aquella situación acabaría haciéndole daño a él mismo. Y volvió al Bar. Esa noche volvió a casa más borracho que nunca, tanto, que ni siquiera se dio cuenta…. De madrugada, y aun con la borrachera, un sexto sentido le hizo despertarse sobresaltado: “algo pasa”, se dijo, sin saber exáctamente qué. Nada más levantarse de la cama se dio cuenta: “¡La mosca cojonera! … ¡No está!”.

Dio vueltas por toda la casa, buscándola, llamándola… pero no estaba. “¿Cómo es posible que se haya ido? ¿Cómo ha sido capaz de dejarme? ¡¡A mí, que tanto he hecho por ella!! ¡¡A mí, que tanto me ha molestado!! ¡¡¡¡Yo soy el agraviado!!!! ¡Yo debería haber tomado la decisión, no ella!”… Pero enseguida sus pensamientos oscilaron hacia el otro lado… “¿No era esto lo que yo quería en realidad? ¿No era esto lo que de verdad yo quería? Pues ya está, la mosca cojonera ya no está, ahora tengo lo que quería, ya está, lo he logrado”… Pero entonces… ¿Por qué se sentía tan abatido, tan triste, tan sólo, sobre todo tan solo? No hacía más que preguntarse eso una y otra vez, hasta que se sentó de nuevo en la cama. “Bueno, ya se pasará” se dijo de repente, mientras con la mano hacía un gesto detrás de la oreja para espantar una mosca cojonera que ya no existía.