Adorada era la amistad en Roma como diosa; pero ¿qué mucho que fuese considerada la amistad como ente divino en la ciudad donde tenían altares erigidos y eran como dioses incensados hasta las virtudes y los vicios, los placeres y los dolores? Entre nosotros no puede existir con esa importancia: ¿Consiste en que es un ser enteramente ideal en nuestras costumbres? Esto sería decir acaso demasiado; el corazón del hombre siempre ha sido el mismo, y de este axioma se debe deducir que ha existido siempre o no ha existido nunca: filósofos, sin embargo, la han negado, afirmando que no hay en el mundo amistad; han opinado otros que si la amistad podía encontrarse en algún caso, sería entre personas de distintos sexos; defendieron varios, en contra de éstos, que entre los dos sexos no puede hallarse otro sentimiento dulce y afectuoso, sino amor. Estoy convencido, sin embargo, de la exageración de todas estas opiniones, en favor y en contra de las cuales nada sería más fácil que encontrar pruebas, y creo que habrá pocos que duden de esta verdad. Será fortuna el pensar así; acaso será fatalidad. Sea lo que fuere, creo que en algunos casos se da verdadera amistad; creo que en otros se da verdadero amor; peligrosa podrá parecer esta creencia a las almas frías o escarmentadas que no ven en el mundo sino amargos desengaños. Felizmente tengo el orgullo de no contar la mía entre las primeras, y la dichosa ceguedad de no deberme creer comprendido en la clase de los segundos; si para las relaciones de la vida puede ofrecer alguna contingencia esta confianza, pienso que debemos adoptar siempre, en caso de duda, las creencias que pueden hacernos más felices: si hay contingencia arrostrémosla. El talento es capaz de todo, y no hay sofismas que no haya sabido sostener brillantemente; desechemos, pues, las argucias, y no sacrifiquemos la verdad al deseo de fascinar manifestando talento: ¿a qué atormentarnos? ¿A qué hacernos infelices, buscando con ingeniosas declamaciones nuestra propia desdicha eternamente? Mañana, pasado, al otro –me dirán–, acaso algún amargo desengaño se atraviese, en el transcurso de la vida, a daros una dura lección; enhorabuena, por ella pasaré. Imposible es entretanto que vea el mundo tan feo como de él suelen algunos descontentadizos escribir…
Así meditaba yo a mis solas no hace mucho tiempo, en uno de aquellos momentos en que, contento el hombre por alguna reciente satisfacción, se borran de su corazón sentimientos de misantropía; porque es de advertir que, generalmente, sólo los dichosos son los que tienen los ojos en disposición de ver las virtudes o las acciones buenas; pero ¿qué mucho? Es indispensable, dije para mí, escribir un artículo sobre esa amistad tan ultrajada; y comencé a revolver autores y opiniones de los que de ella han escrito. Contradicciones hallaba en todos con mi modo de pensar del momento; no perdí, sin embargo, la esperanza de convenirnos. "No puedo responder –decía La Beotie cuando le preguntaban por qué amaba a un su amigo–, no puedo responder sino diciendo: porque es él, porque soy yo; porque gusto de él, porque gusta de mí." "Si queréis evitar el arrepentiros el día de mañana de haber tenido amigos, tratadlos siempre como si algún día hubiesen de llegar a ser vuestros enemigos", encontraba en uno; corto elogio es éste de los amigos, sin duda alguna. "¡Locura –decía Mirabeau– pensar que uno ama otra cosa que a sí mismo en un amigo!" A algunos parecerá esta máxima espantosa. "Estad convencido –escribía Addisson a uno– de que la amistad de las gentes de mundo no es más que una confederación de vicios o una liga de placeres; vivid, pues, con cuidado." "Por la mañana –decía otro– no soy amigo de nadie; después de comer, de todo el mundo; hasta ese grado de amistad subo." "Si os veo –escribía madama de Sevigné a otra señora–, no puedo dudar de que soy vuestra amiga; pero en no viéndoos… ¡Adiós!"
Revolviendo, en fin, librotes y filósofos, vengo a parar a Jouy, al ameno escritor de costumbres, al modelo, al conocedor del corazón humano; releo su artículo sobre la amistad y paréceme, de todos, el más racional; nada creo poder hacer mejor que dar por hoy a mis lectores un extracto de Jouy. En primer lugar, ¿por qué no ha de robar Fígaro alguna vez? En segundo, ¿qué lector podrá reconvenirle si le da en vez de un artículo suyo otro de Jouy? El trueque no es dudoso: yo, por mi parte, no vacilaría.
Si hemos de juzgar –dice Jouy– por el dicho de Séneca: "¡Oh amigos míos, ya no hay amigos!", nunca se ha entendido bien el valor de la palabra amistad, o al menos hace mucho tiempo que se ha reconocido la necesidad de tergiversar su verdadera acepción, para poder hacer uso de ella. Siento la mayor veneración hacia aquellas amistades antiguas que han inspirado tan hermosos versos a los poetas, tan bellas páginas a los historiadores, tan nobles máximas a los moralistas; pero siéntome humillado por la especie humana al considerar que es preciso remontarse a los siglos más remotos para encontrar esos morales ejemplos. Los Teseos y Peritoos, los Orestes y Pílades, los Nisos y los Eurialos son dignos de nuestro respeto, pero los tiempos en que han vivido se avecinan demasiado a los tiempos fabulosos, y para entusiasmarme con sus virtudes necesitaría estar más seguro de que han existido.
Tres clases de amigos tengo–decía con gracia Voltaire–: los amigos que me quieren; los amigos a quienes soy indiferente, y los amigos que me aborrecen. Esta es la más exacta clasificación de las amistades del día. Digámoslo en honor de la sociedad en que vivimos: la primera de esas tres especies, la de los que se aman, es acaso más común en estos tiempos que lo ha sido nunca.
Duclos, en su libro Consideraciones sobre las costumbres, en que hace una pintura de los amigos indiferentes, nota que el privilegio de un antiguo amigo suele consistir en ser desairado con preferencia a cualquier otro, y verse obligado a pasar por el desaire: ¡Dichoso él, añade, si por un exceso de confianza le da parte de los motivos!
Don Juan es, por ejemplo, mi amigo desde la infancia; hasta la presente hemos corrido igual suerte; llega a ocupar un puesto eminente; conoce mis recursos y mis necesidades, y más de un empleo tiene a su disposición. Asombrado estoy de que no se acuerde de mí. Sin duda le ocupan muchos gravísimos asuntos; preséntome a él. ¡Cuánto se alegra de verme! Me cuesta trabajo, pero, en fin, acabo por confiarle el objeto de mi visita, y díceme rotundamente: "no"; pero con esa misma sequedad y sin ocultarme sus motivos. Un desaire no puede incomodarme a mí, amigo antiguo de la casa; ha sido preciso contestar primero a personas desconocidas muy recomendadas, a quienes no convenía convertir en enemigos; pero ya se presentará alguna otra ocasión. Preséntase efectivamente veinte veces, y siempre las mismas consideraciones. Me enfado, voy a romper con don Juan, pero acuérdome a tiempo del precepto de Bacon: Es preciso saber querer a sus amigos, hasta en su prosperidad.
Hallábame días pasados en casa de la condesa de S. L., en compañía del enorme barón de Orf…, el cual, después de comer, digería lentamente, hundido en una poltrona donde aparentaba cavilar. Un atolondrado comete la imprudencia de hablar de la muerte reciente del pobre Darcés, amigo íntimo del barón. Dase todo el mundo a temer que haya abierto de nuevo una llaga demasiado fresca aún, y todos procuramos torcer la conversación. El mismo barón, sin embargo, la renueva; no se cansa de hacer elogios de su difunto amigo, y concluye, en fin, con este rasgo característico:
–Hacía treinta años que éramos amigos; él carecía de todo; ha muerto en la mayor miseria: pues en su vida me pidió un duro.
Al lado de esa informe y grosera mole de egoísmo y brutalidad, hallábase un doctor, que se dice médico, cuya fisonomía alegre y rubicunda anuncia la honradez más trivial y la familiaridad más incómoda. Es la criatura más comunicativa que en la tierra existe. Os llama su amigo la primera vez que os halla, y a la segunda os tutea. Juntos salimos de casa de la condesa, y noté que dió, o más bien tomó, en paseo, la mano a más de veinte personas, y saludó a más de cuarenta, a todos con el mismo entrañable cariño. Pero bien conocido es su diálogo con M. N., a quien se acercó al salir de la ópera una noche, y le dijo:
–Buenas noches, amigo, ¿cómo lo pasas?
–Bien, amigo: ¿cómo te llamas?
Hablemos ahora de los amigos que se aborrecen, o de los cuales uno aborrece al otro. "A veces –dice Rivarol–, dos personas se unen y se hacen amigas para aborrecer a perfecta vicenda, o tal persona o tal partido: únenlas a éstas odios comunes." Algunas de esas odiosas asociaciones pudiera citar, cuyos vínculos estrechó la cobardía, la vileza, la envidia; pero sería abusar ya demasiado del nombre de amigo el darle a meros cómplices.
Por la misma razón que la amistad tiene sus víctimas, tiene también sus hipócritas. ¿Conocéis a M. Bon? Es el hombre de más mal gusto, que peor discurre y que escribe peor. No diré que es el más venal, porque al fin, bueno es no desanimar a nadie. Pues M. Bon habla mucho de amistad; pero de esa amistad varonil, fuerte, que no da lugar a consideraciones. Nunca transige con la verdad, según dice: Amicus Plato, magis amica veritas; ésa es su divisa. Mientras más quiere a sus amigos, menos indulgente es con ellos; más le chocan sus vicios y defectos. No sólo les debe la verdad, sino que la debe también al público. ¿Acaba, por ejemplo, alguno de sus amigos una obra? Su antigua amistad, que le abre los ojos al momento para ver los errores que hay en ella, hasta el punto de ver también los que no hay, se apresura a darle en público consejos tales, que dispensan al odio de tomar parte en la discusión. Todos convendrán conmigo en que este amigo no debe contarse en el número de aquellos de quienes habla Tácito: Pessimum genus, amicorum laudantes, etc. (La peor especie de amigos es la de los aduladores.)
–¡Malhaya semejantes amigos! –exclamó el marqués de S., en presencia de quien bosquejaba yo ese retrato–. ¿Cómo puede uno llamarse amigo del hombre a quien despedaza? Yo soy de opinión de que la amistad debe ser ciega para los defectos. Ya sabéis las relaciones que me unían con el pobre caballero Mircourt; tres desdichadas pasiones tenía: el juego, las mujeres y los versos. Las dos primeras le han arruinado; la última ha acabado por ponerle en ridículo. Tenía en mí la mayor confianza; pero yo, lejos de afligirle con inútiles consejos, he cumplido con el deber de amigo respetando sus flaquezas, y lisonjeando hasta el último momento su amor propio de autor.
–Caballero –dije entonces a ese amigo, tan pérfido como el otro–: si yo hubiera conocido a Mircourt, le hubiera obligado a precaverse contra vuestros elogios con cierto talismán de que habla Virgilio: Si ultra placitum laudarit, Baccare frontem cingi, ne vati voceant.
Hablando estaba todavía con el marqués de S. cuando entró en el salón un joven a cuyo encuentro salieron otros; oíles entonces pronunciar por lo bajo las palabras desafío, muerto, huído. Me informo, y averiguo que se trata de una desavenencia entre tres amigos íntimos, casualmente rivales, de la cual había sido causa una coqueta, y efectos la muerte de uno de aquellos jóvenes y la fuga de su adversario, mientras que el tercero se había ido a pasar unos días al campo con la moderna Helena, objeto de la disputa.
Si es triste pensar que una mujer es causa de semejante rompimiento entre amigos, es consolador el ver otra, por ejemplo, servir en cierto modo de vehículo entre dos hombres, a quienes no parece que pudiera reunir circunstancia ninguna, ni la edad, ni la posición ni los intereses. En efecto, ¿por qué está admitido don Fernando en la intimidad de algunos señores? ¿Tiene un nombre conocido, tiene alguna brillante prenda? No: es un aventurero, sin talento, sin imaginación, de oscuro nacimiento. ¿Es uno de esos bufones parásitos, cuyas cuchufletas…? Nada de eso; don Fernando es el más triste, el más pesado de todos los hombres; pero él está al corriente de todas las intrigas de bastidores; no hay una bailarina a quien no conozca; no hay modista cuyos recursos, cuyas necesidades no sepa; es un repertorio ambulante de la crónica escandalosa de la capital. No sé qué nombre se da ahora ya en la Corte al empleo que desempeña el amigo don Fernando; pero todavía me acuerdo del que se le suele dar en provincias.
¿Qué deberemos inferir de estas diversas observaciones de Jouy? Que la amistad es lo que ha sido siempre; la cosa más rara, más difícil de encontrar; que no es culpa de los amigos si son malos, sino de los hombres, que viendo en todo ilusiones, se empeñan en exigir de la flaca humanidad más de lo que puede dar de sí; que hay tanto menos derecho a exigir amistad heroica de los demás cuanto que si cada cual mete la mano en su pecho, no se encontrará héroe a sí mismo; y, por último, que la palabra amigo es ahora, como ha sido siempre, la que recibe del uso las acepciones más diversas y más apartadas de de su verdadera significación.