El Muro

EL MURO

 

La cortina de cemento armado oscurecía el paisaje. El muro estaba recién terminado.

         En fin -dijeron aquellos que lo habían concebido y erigido-, ellos se lo han buscado. Querían una patría, la han estado pdiendo durante muchísimos años. Pues bien, ahora ya la tienen. Pero que se queden allí y nos dejen tranquilos.

         Bueno -dijeron los otros-, este muro no es lo ideal, pero era el precio que se debía pagar para tener un hogar propio. Resignémonos.

En ambos lados la gente había terminado por aceptar la decisión de los hombres que ostentaban el poder. Cada uno su bandera, cada uno su territorio.

A lo largo de muchos años, antes del muro e incluso durante la construcción del mismo, había habido preríodos de estabilidad, altercados, negociaciones, tensiones, esperanzas, tragedias. A veces incluso algunas tentativas de diálogo: “Yuseef, ¿te quedan sandías como las del otro día?”, “Sí Shlomo, te las cambio por naranjas”. Este tipo de trueque gustaba mcho a la gente.

Los soldados, a menudo jóvenes y seductores, miraban de reojo y con interés a las chicas vestidas de colores llamativos, seductoras a su vez a pesar del velo.

Las chicas no eran insensibles a estas miradas cuando pasaban con los ojos bajos, deseando en secreto poder lucir ropas ligeras y dejar al aire su cabellera.

Maldita guerra que lo destruye todo, incluso los ensueños amorosos.

Todo esto se acabó: ya nadie sufre, ya nadie se odia, ya nadie tiene miedo. Durará lo que tenga que durar, pero por lo menos ahora tenemos algo parecido a la paz.

         ¿Qué va a ser de nosotros? –se preguntaban los contrabandistas que vivían de pequeños tráficos.

Los trabajadores fronterizos que vendían la fuerza de sus brazos y su tiempo a los de enfrente se vieron de repente abocados al desempleo.

Delante, la gente empezaba a echar de menos el tiempo en que la economía del país se beneficiaba de los bajos salarios de aquellos hombres.

En la no mán’s land: hoteles abandonados al viento y a la arena, ya en ruinas, carreteras que se habían vuelto impracticables, bosques desecados, estanques insalubres que ya nadie mantenía. Kilómetros cuadrados de desolación.

 

Una mañana de septiembre, Mahmud se depertó temprano para reunirse con sus amigos, que observaban las aves migratorias procedentes de Europa. Agotadas después de haber cruzado el mar, las codornices se daban de bruces contra el muro. Los chicos sólo tenían que cogerlas y llevárselas a sus madres, que sabrían cocinarlas mejor que nadie.

Los niños del país de enfrente pronto comprendieron lo que los otros se traían entre manos.

         Mandanos algunas codornices –gritaban a Mahmud y a su pandilla-. En este lado del muro no cae nada

         ¿Qué me das a cambio?

         Fruta, tejanos, lo que quieras.

Así es como se estableció un mercado muy productivo para todos. Los sacos y las bolsas volaban de un lado al otro del muro. Esto duró todo el mes de septiembre. Cuando la migración de las aves llegó a su fin, los chiquillos mantuvieron la costumbre de encontrarse al pie del muro.

Se conocían por el sonido de sus voces, pero nunca se habían visto. Luego sintieron la curiosidad de saber un poco más. Como pequeñas termitas, se pusieron a perforar la pared de cemento que los separaba. Apareció una primera brecha. Los dos grupos de niños pudieron entonces verse las caras por primera vez, maravillados y un poco recelosos. Se presentaron. Sonrieron.

         Podríamos jugar al futbol –propuso un chiquillo-. No hay nada más que hacer aquí.

La idea les gustó. Unos minutos más tarde se enfrentaban en un campo improvisado, golpeando el balón hasta quedar sin aliento. La cita de las codornices pasó a ser la cita del futbol.

Esata iniciativa llamó la atención de los chicos más mayores y de los adultos. La brecha en el muro se convirtió en una especie de check-point reinventado, un check-point sin guardias armados, una frontera entreabierta, un corredor por el que uno pasaba para acceder al terreno de juego. Se creó entonces un ambiente amigable, distendido. Allí, en el corazón de las ciudades, los dirigentes se recuperaban de todas aquellas décadas de lucha. Cuando se enteraron de la existencia de los partidos de fútbol, no supieron cómo reaccionar. Ya no les quedaban fuerzas para retomar los enfrentamientos y las represiones. La mayoría de los soldados habían vuelto a sus hogares. Las patrullas de vigilancia hacían sus rondas rutinarias y toleraban estos subterfugios creados en la rigidez de la línea de demarcación.

Poco a poco las brechas se fueron multiplicando, ensanchándose. Decenas, luego centenares de personas llegaron de todas partes para presenciar el milagro logrado por aquellos niños que, desafiando cualquier barrera disuasoria, empezaron a confraternizar. El muro había perdido su impermeabilidad. Los adultos se mezclaron con los pequeños, entablando a su vez conversaciones e intercambios que los devolvían a la época de antes del muro. Éste se había vuelto ahora algo inútil, insignificante. Las brechas se ensancharon tanto que apenas si quedaban algunos trozos de muro cada vez más dispersos. Las armas habían callado, nacieron nuevas relaciones. La gente se dio cuenta de que era posible vivir todos juntos, en el respeto de la patria del otro. Ninguna incursión más, ningún otro atentado y finalmente ningún muro, destruido palmo a palmo… El muro creado para separar había terminado por unir.

 

         Eh, Mahmud!!, ¿en que sueñas? ¡Venga, es hora de levantarse! Son las seis y media, las codornices a van a empezar a llegar. Hay que ir a esperarlas.

Mahmud abrió los ojos soñolientos. ¡Ah!, ¡sí!, las codornices, el futbol, el muro……

 

“Siete Cuentos Fronterizos”

Georges Moustaki

(Enero-2007)

 

OPOSICIONES (Anécdotas-11)

OPOSICIONES  (ANECDOTAS-11)

 

Todos aquellos que alguna vez hayan pasado por el trance de opositar, me entenderán. Todos aquellos que piensen pasar por él, que tomen nota. Y para aquellos que ni lo hayan pasado ni piensen en opositar, tómenselo como una simple suma de anécdotas, una experiencia más, sin mayor importancia.

Mi hermana y yo trabajábamos en la empresa privada (cada una en una diferente) pero un buen día decidimos opositar. Para prepararnos mejor nos apuntamos a una Academia a la que también se apuntaron una amiga de mi hermana y su propia hermana, con lo que en la Academia nos llamaron “Las Cuatro Hermanas”. Por un lado el apelativo nos lo pusieron porque acudíamos juntas cada día, y cada día nos marchábamos juntas. Ésto no era extraño y otros grupos de amigas o conocidas lo hacían igual, pero por lo que mayormente nos ganamos el mote fue por nuestra activa participación en las clases, y eso, si que era un elemento diferenciador.

Lo primero que aprendimos en aquella Academia era que allí no se iba a aprender nada. Solo se acudía para superar un exámen. Eso, una vez aclarado, nos sirvió de mucho, porque no es lo mismo estudiar para retener, analizar, contextualizar, razonar, aplicar, etc. que estudiar para “devolver”, para aprobar un exámen sin más. Esta es una de las razones por las que un profesor de Psicología que conocí años más tarde renegaba de las “Academias que preparan exámenes”, porque, decía, se perdía todo el espíritu con el que dichos exámenes se elaboraban. Se refería a los exámenes psicotécnicos, por supuesto.

Salvando esa “puntillosa” aclaración, lo que aprendimos en la Academia fue muy válido. Las profesoras que tuvimos (todas eran mujeres, cosas de la vida) fueron todas magníficas, profesionales, amigas, encantadoras, y no es por “dar coba” pues con ninguna tengo actualmente relación, pero es que eran así en realidad. Nos ofrecieron una serie de “normas” que debíamos tener en cuenta:

         No era la Academia un lugar para aprender ni cambiar hábitos de estudio. Si uno estaba acostumbrado a estudiar en voz alta, así debía seguir haciéndolo. Si por el contrario necesitaba absoluto silencio, eso debía buscar.

         No era la Academia un lugar para aprender matemáticas. Si uno resolvía los problemas matemáticos “por la cuenta de la vieja”, así debía seguir haciéndolo. Si por el contrario estaba acostumbrado a utilizar fórmulas matemáticas, aún complejas, esas debía seguir usando.

         No era la Academia un lugar para aprender cálculo mental. Quien estuviera acostumbrado a calcular con los dedos, debía seguir con los dedos.

La Academia era, al fin, un lugar donde nos entrenaríamos para resolver correctamente el mayor número de preguntas de un ejercicio en el menor tiempo posible. Ese era el único objetivo a conseguir: Aprobar y con nota.

Las oposiciones podían resultar una trampa mortal para los nervios de cada uno. Algunas de nuestras compañeras de clase abandonaban al primer intento. Todos, incluso los mejor preparados acudían a un exámen de oposiciones con los nervios a flor de piel, y no cabía más remedio que aceptar eso. En la Academia aprendimos también que había una serie de “recetas” para que ese trago fuese lo menos traumático posible:

         No debíamos estrenar ese día ni ropa interior ni zapatos. Si unos zapatos nuevos nos hacen daño, o una ropa interior nos molesta, los nervios aumentan.

         No debíamos renunciar en todo caso a estrenar algo si con ello estabamos convencidos de “atraer la suerte”.

         No debíamos renunciar a la comodidad en el exámen. Nos recomendaron pedir un cambio de ubicación si había algo que nos molestase (como escesiva o excasa luz, o escesiva o excasa calefacción) o llevarnos de casa aquello que nos hiciese falta, como uno o varios cojines, abanico, agua…. lo que fuese.

         No debíamos renunciar a nuestros hábitos o costumbres o supersticiones. Si pensabamos que atusarse el pelo, jugar con un collar, tocarse el pendiente, llevar una estampita de un santo, un muñeco de la suerte, o cualquier cosa, nos podía ayudar a relajarnos y responder mejor en el exámen, debíamos llevarlo.

         No debíamos obsesionarnos con aquellas cuestiones que “no nos entraban”. Si había un concepto difícil para nosotros, debíamos reiterar un gesto habitual al estudiarlo, como utilizar alguno de los “amuletos” anteriores, o inventarnos uno nuevo (por ejemplo golpear el papel con el boli). Al responder la pregunta sobre ese tema, repitiendo el gesto, acudiría a nuestra memoria.

         No debíamos perder tiempo. Si una pregunta no nos resulta sencilla al primer intento, había que leer la siguiente, contestar a las que mejor nos salían, y dejar para el final aquellas que requerían mayor dedicación.

Estas explicaciones que parecen de “milagrería” no resultán baladís. Una de las profesoras nos contó el caso de un alumno que tuvieron que se presentaba a unas oposicones donde era necesario superar unas pruebas físicas. El muchacho no había practicado deporte en su vida, por lo que acudió a una Academia donde preparárselas. En aquella Academia le dieron una serie de “indicaciones” parecidas, pero referidas al ejercicio: Para subir la cuerda es mejor utilizar esta ropa y estas zapatillas; para correr esta otra ropa y estas otras zapatillas; y así con el resto de las pruebas. El día del exámen, el “novato” llegó pertrechado con toda una colección de ropa y zapatillas provocando la risa de los demás opositores. Pero la risa se les heló rápido al comprobar como el “pardillo” superaba la prueba y los reidores no. Así son las cosas de los nervios y la preparación: Vale todo aquello que nos sirve para algo, pero nada sirve para todo.

Bien. Mi hermana y yo estuvimos aprendiendo todo esto (y algo más evidentemente) durante dos años. Empezamos un mes de agosto y en octubre de ese mismo año aprobamos nuestra primera oposición. Sólo que muy alejadas de los puestos necesarios para una plaza o una interinidad. Pero aquello nos dio alas. Cada día, durante esos dos años, salíamos de nuestros trabajos a las 8 de la tarde; llegabamos corriendo (literal) a la Academia a las 8 y media; salíamos a las 10 de la noche; en casa nos poníamos a estudiar las dos en la cocina hasta las 2 de la mañana (¿vendrá de entonces mi afición a  leer en la cocina?); y nos levantábamos a las 8 de la mañana para acudir a nuestros trabajos a las 9.  Pero mereció la pena. Al cabo de dos años aprobamos una plaza fija en unas oposiciones. Mi hermana antes, y después yo.

Durante aquellos dos años de preparación, nos presentamos a todas las plazas que salían: Cuerpos Generales, Sanidad, Ayuntamientos, Diputación, Junta, Universidad, Justicia… Todas, absolutamente a todas. Era una fórmula impagable de preparación. Ocurrieron muchas anécdotas durante esos años, pero lo que quiero contar hoy es que en todas las oposiciones, solíamos coincidir,  casi siempre, las mismas personas:

         Allí estaba la chica rubia de impecable peluquería. Acudía siempre acompañada de un muchacho, que invariablemente, le besaba en la mejilla justo después de nombrarla y justo antes de entrar en el aula.

         Allí estaba la muchacha que siempre portaba una bolsa blanca con un enorme cojín azul en el que se acomodaba en su sitio asignado.

         Allí estaba la jóven que colocaba un pequeño gatito tumbado delante de su papel en el pupitre y lo tocaba recurrentemente.

         Allí estaba la chica que nada más sentarse, y llevara el peinado que llevara, se sujetaba el pelo con un coletero de enorme pompon rosa.

         Y allí estaba la que más me llamó la atención a mí durante aquel tiempo: Una chica menuda, de pelo corto y pelirrojo que vistiera el tipo que ropa que fuese (una vez llevaba un chandal bajo el abrigo), siempre iba calzada con unos preciosos zapatos de tacón alto y color morado. ¡¡Mira que eran bonitos aquellos zapatos!!

Yo no recuerdo haber tenido “algo” de esas características. Al menos no lo suficientemente importante como para recordarlo después. Si acaso alguna de esas cosas que los amigos solíamos regalarnos de vez en cuando para desearnos suerte en las oposiciones (recuerdo haber regalado yo un llavero con un buzón a una amiga que se preparaba las de correos).

Lo que si que recuerdo es que el día que me presenté a la oposición que finalmente acabé aprobando, estaba embarazada. Ese día, mi hijo fue mi beso de entrada, mi cojín cómodo, fue mi gatito de la memoria, mi estampita de la tranquilidad, fue mi amuleto de la suerte, mi talisman, fue mi ropaje más bonito. Tenían razón en la Academia, con él, aprobé mis oposiciones.

 

AlmaLeonor