ARBOLEAR

Arboleaba para matar el frío
en las interminables noches de los desiertos
cuando la fiebre invoca a los fantasmas
y el corazón se cierra como un puño.
Arboleaba para exorcizar el espanto
en los campamentos de las cuarentenas
cuando se arden los ojos como piras
y los dedos entumecidos se agarrotan.
Arboleaba para poder imaginar el aire
en los círculos acuosos de la desolación
cuando las barcazas expulsan sin piedad
los cuerpos que agonizan preguntándose.
Arboleaba para resucitar almas deshechas
en los extrarradios demolidos de las metrópolis
cuando las imprecaciones alcanzan la altura de los cielos
y el desamor se expande como la peste.
Arboleaba para evocar la condición de humano
en los brumosos laberintos de la locura
cuando las sombras combaten sin cesar
y yacen sin consuelo después de la batalla.
Para guardar memorias de lo que era la vida arboleaba
para darle sentido y dimensión al tacto arboleaba
para desenterrar visiones de cuerpos abrazados
para encontrar un punto de apoyo desde donde empezar
la reconquista de un tiempo compartible y compartido
en el que la palabra tuviera una razón de ser
y la sangre volviera a circular por las venas
y el canto de los pájaros fuera proclamación.
Era por ese empeño que arboleaba en todos los rincones.
En las cuevas de los animales famélicos arboleaba
en las fosas de los cuerpos acribillados arboleaba
arboleaba en las infranqueables fronteras de la nieve.
Arboleaba incesante porque ese era su último recurso.