EL TOUR DE FRANCIA

Tenía solo ocho años, pero todavía hoy me acuerdo perfectamente de la hazaña. También de mi emoción, el peligroso éxtasis que me sacudió, del estremecimiento que inunda el cuerpo y la mente cuando tus héroe se convierten en dioses. Era jueves, ocho de julio de 1971, y Luis Ocaña se encontraba tan sólo a un segundo del líder del Tour, Joop Zoetemelk. La undécima etapa, entre las localidades de Grenoble y Orcières Merlette, constaba de un corto recorrido de 134 km, y no se esperaba gran cosa de ella. Al menos, hasta que el conquense se empeñó en llevar la contraria a todo el mundo. El sol abrasaba y dibujaba una diamantina caligrafía de fuego cuando Ocaña decidió desplegar un brutal ataque en el col de Laffrey. Le secundaron, durante unos kilómetros, Zoetemelk, Van Impe y Agostinho, pero Luis Ocaña aceleró, apretó los dientes, abrió la boca con violencia y se tumbó sobre el manillar, quedándose finalmente solo al pie del col de Noyer. Perseguía con furia obstinada tanto el maillot amarillo como una hazaña sólo reservada a los dioses. Quizá también buscase que el gran Eddy Mercks, por primera vez en su vida deportiva, conociese el amargo sabor de la derrota. Por detrás, el pelotón venía destrozado mientras él seguía pedaleando bajo un sol estremecedor en el que los perros de la canícula ladraban sobre las montañas. En la meta de Orcières Merlette sacó un puñado de minutos a todos los favoritos y dejó fuera de control a medio pelotón. El intratable Eddy Mercks sufrió la mayor humillación de su carrera deportiva llegando a ocho minutos y cuarenta y dos segundos y sus palabras, al acabar la dantesca etapa, no tuvieron desperdicio: “Hoy Ocaña nos ha matado, como El Cordobés mata en la plaza de toros”.
Vicente Álvarez de la Viuda
«El Tour de Francia y las magnolias del doctor Jekyll» (2010).

