Réplicas de las Piedras Sankara de la película (Pinterest).
Los aficionados a las aventuras de Indiana Jones saben que en cada una de sus aventuras trata de localizar un objeto sagrado, mítico o histórico, ampliamente ambicionado por buena parte de la humanidad o, al menos, por historiadores y aficionados. Lo curioso del caso es que de todos los objetos que trata de encontrar Indiana, y que encuentra, solo uno llega a su destino. Dos de ellos son míticos o religiosos de los que no existe constancia real de su existencia, como el Arca de la Alianza o el Santo Grial, y que no se sabe dónde pueden estar; otros son totalmente falsos, como las calaveras de cristal de las que curiosamente sí que existen físicamente y se sabe dónde están; y, finalmente, las Piedras Sankara, que son la representación de un objeto sagrado que está presente en varias religiones y a lo largo del tiempo. Podríamos decir que de todos los objetos que persigue Indiana Jones, es el único ficticio, pero curiosamente, es el único que tiene un carácter más “real” y, además, existe.
Indiana Jones en busca del Arca Perdida (1981), de Steven Spielberg.
Recordemos que en la primera aventura, Indiana Jones en busca del Arca Perdida(1981), se lanza a la búsqueda del Arca de la Alianza, un objeto construido según mandato de Dios a Moisés (figura en la Biblia, Libro del Éxodo) al quien especificó las medidas y forma exacta del cofre (Moisés le hizo el encargo al orfebre Betzalel según la tradición judía), y que debían albergar las Tablas de la Ley, las piedras en las que Dios marcó a fuego los mandamientos a su pueblo y que entregó a Moisés en el Monte Sinaí. Ese Arca debía guardarse en el Tabernáculo, la especie de tienda móvil construida por los israelitas del éxodo siguiendo igualmente las instrucciones dadas a Moisés. Más tarde, sería colocada en el Templo de Jerusalén y después poco se sabe de cierto. Tras la invasión babilonica de Jerusalén, se dice que los guardianes del Templo la colocaron en un lugar seguro, pero no se sabe dónde, y las ubicaciones definitivas pasan por lugares tan peregrinos como el Monte Nebo (El Libro II de los Macabeos, cap. 2, ver. 4-10, dice que el profeta Jeremías, antes de la invasión babilónica, sacó el arca del Templo y la hizo enterrar en una cueva de este monte), oculta bajo el Templo de Salomón en Jerusalén, o que permanece guardada en una iglesia cristiana de Etiopía. En realidad, el Arca es un objeto mítico, y no se puede probar su existencia real, pero el caso es que sobre su ubicación se ha especulado mucho pero su búsqueda ha sido infructuosa… hasta que llego Indiana Jones, la encontró y volvió a perderla.
Indiana Jones y la última cruzada (1989), de Steven Spielberg
Más tarde, en la tercera película, Indiana Jones y la Última Cruzada (1989), la búsqueda se centre otro objeto sagrado mítico, el Santo Grial, la copa que se dice fue utilizada por Jesús en la última cena antes de ser crucificado. Pero en realidad este objeto se esconde aún más en la leyenda, pues su mención aparece muy tardíamente, en el siglo XII, cuando Chrétien de Troyes la incluye en su Perceval (también llamado Le Conte du Graal), Robert de Boron la desarrolla en las obras Joseph d’Arimathie y Estoire del San Graalde (y es quien la denomina por primera vez como Santo Grial) y, finalmente, Wolfram von Eschenbach lo menciona de nuevo en el relato más conocido del Grial, su Parzival (siglo XIII). Incluso hay toda una tradición posterior que dice que José de Arimatea recogió con esa misma copa la sangre de Cristo manada de la herida de su costado cuando agonizaba en la cruz. Desde entonces, las historias del Grial se han multiplicado hasta formar parte de distintas leyendas, como la del ciclo artúrico, y hasta de un supuesto linaje real que conectaría a Jesús con los merovingios, los templarios y una descendencia que llegaría a nuestros días. Es un objeto más cercano a la leyenda que a la realidad, pero el caso es que esa copa se cree localizada en lugares tan dispares como Antioquía, Viena, Hungría, Inglaterra (y en Irlanda y en Gales), Génova, Lugo y Valencia, donde se asegura que se alberga el auténtico Grial llevado allí por San Lorenzo mártir. Hasta que llegó Indiana Jones, la encontró y también la perdió.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008), de Steven Spielberg.
La última aventura (del cine, por el momento) de la saga, Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008), Jones persigue otro objeto mítico, una calavera de cristal de cuarzo, que formaba parte, se dice en el filme, de un grupo de trece que poseían propiedades mágicas si se juntan, tantas, que son como un repetidor para comunicarse con visitantes del espacio ¡¡Ahí es nada!! Bueno, pues esas calaveras, que a todas luces no tienen nada que ver con la historia que se cuenta en la película, existen físicamente ubicadas en varios museos, concretamente en el Quai Branly de París, el British Museum de Londres y el Smithsonian de Washington. Se suele afirmar que estas calaveras con los cráneos alargados y originarias de las culturas azteca y maya, pertenecían a los legendarios Itzas, habitantes de la Atlántida, los que originaron y difundieron todos los conocimientos a los humanos de la tierra. Pero cuando han podido ser analizadas se ha descubierto que son objetos tallados en el siglo XIX, por lo tanto, falsos a todas luces. Es curioso que de todos los objetos que persigue Indiana Jones, ninguno se sepa dónde está, excepto estas calaveras, que por cierto, en la película Indy también perdió…
Indiana Jones y el templo maldito (1984), de Steven Spielberg.
Y, finalmente, en la segunda película de la saga, Indiana Jones y el Templo Maldito (1984), el objeto que el doctor Jones tiene que encontrar es una piedra mítica, una de las tres Piedras Sankara, que, curiosamente, no existen tal y como se narra en la película, pero sí podrían existir, pues objetos de esas características se conocen ampliamente en la India donde se puede encontrar un tipo de piedra sagrada adorada por los seguidores de Visnu, que se llama Shalágram Shilá. Suelen ser piedras negras y semiesféricas que se encuentran en el río sagrado Gandakí del Nepal y realmente son ammonites fosilizados, al menos al principio, aunque últimamente cualquier piedra negra y esférica parece cumplir esa función siempre que se obtenga del río Gandakí. Se decía que tocar una de esas piedras libraba a los hombres de sus pecados, pero no solo los cometidos durante su vida, sino los de todas sus vidas anteriores, aunque también se advertía que comerciar con una de esas piedras condenaría al infractor a vivir en el infierno toda su vida y también sus vidas posteriores hasta el fin de los tiempos. Curiosamente, este tipo de piedras, ammonites fosilizados, eran conocidos en la Europa medieval como Shilás, y se creía que eran serpientes fosilizadas (sankestones) con supuestas propiedades milagrosas, a veces asociadas a santos como Santa Hilda o San Patricio. Recordemos que Indiana Jones tenía un miedo atroz a las serpientes (ofidiofobia).
Indiana Jones consigue la Piedra Sankara.
Otro tipo de piedras sagradas de la antigüedad eran conocidas como Betilos (en hebreo vendría a significar Morada de Dios o Recuerdo de Dios) y muchas veces eran meteoritos caídos del cielo y deificados por ello. Hoy se conoce como Betilo a todo tipo de piedra considerada sagrada por una cultura, algunas de las más famosas de las cuales son: la Piedra Negra de la Kaaba (La Meca), la piedra sobre la que Jacob se quedó dormido y soñó con la escalera al cielo (Ge., 28, 10-19), el Lapis Niger de Roma (una losa de piedra que contiene una de las primeras inscripciones conocidas en latín), la Piedra Negra de Pesinunte asociada al culto de la diosa Cibeles, la piedra benben del templo del sol en la Heliópolis de Egipto, o el ónfalo griego de Delfos, la piedra que según la mitología griega fue dejada por Zeus en el centro (ombligo) del mundo, el lugar a partir del cual se habría iniciado la creación del mundo.
Curiosamente de nuevo, la Piedra Sankara es el único objeto que persigue Indiana Jones en sus aventuras que acaba felizmente en manos de quien le encargó encontrarla. ¿Casualidad? Bueno, es solo cine… AlmaLeonor_LP
25 DE NOVIEMBRE: NINGUNA MUJER SUFRIENDO VIOLENCIA DE GÉNERO
Imagen del sitio web de la ONU, Mujeres: Violencia contra las mujeres: hechos que todos deben conocer.
Me has mirado como quien mira el mar Como un lujo que debes conservar, Yo no quiero ser tu sombra en un rincón, La muñeca que no tiene opinión
Has comprado el silencio de mi voz Con amor que al fin no es más que amor, Yo no soy la marioneta de cartón, El juguete que baila en tu guiñol
CECILIA «Amor de Medianoche«
25 de noviembre
Hay muchas formas de violencia hacia la mujer. La violencia doméstica, la que se ejerce en silencio hacia el exterior, la que no nota nadie fuera del hogar, es una de las peores lacras. Una violencia que en este 2020, con las medidas antiCOVID que obligan a un encierro doméstico prolongando, es, posiblemente la que más daño está haciendo. Sin olvidarnos de la brutalidad de los asesinatos de mujeres solo por el hecho de ser mujer. La Asamblea General de la ONU designa el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer desde el año 2000 y este año proclama 16 días de activismo, hasta el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. Su origen, como conté en un artículo en ANATOMÍA DE LA HISTORIA, se encuentra en el asesinato de las HERMANAS MIRABAL en el año 1960, pero, tristemente, este día sigue estando justificado sesenta años después.
No a la Violencia contra la Mujer, a cualquier tipo de violencia justificada únicamente por razón de su sexo. Este 25 de noviembre puede ser más necesario que nunca.
Releo algunos poemas míos escritos alrededor de 1993. Y recuerdo aquellos días: borracheras continuas, ansiedad económica permanente, desorden, hambre, caos, desmadre, perdición. Pero en medio de todo aquello, carcajadas capaces de partir el mundo en dos. Y así, de hecho, fue. O ha sido: de aquel lado, la “música en medio del infierno”; De éste, el limbo… Tiempos felices. ¿Por qué la felicidad siempre está donde no está?
Recreación del puerto de El Pireo en la antigüedad.
El Pireo era un demo [barrio] desde antiguo, pero antaño, antes de que Temístocles fuera arconte de los atenienses, no era puerto. Falero era su puerto, y dicen que Menesteo [undécimo rey de Atenas] zarpó de allí con sus naves hacia Troya y antes de él Teseo para pagar a Minos el tributo por la muerte de Androgeo [hijo de Minos y Pasifae]. Sin embargo, Temístocles, durante su administración, pensó que el Pireo sería mucho más conveniente para los barcos, ya que podría haber tres puertos, en lugar de Falero, por lo que hizo que se construyese. Estos tres puertos permanecen hasta mi tiempo. Cerca del más importantes de los tres, aún puede verse la tumba de Temístocles, ya que los atenienses se arrepienten de haberle desterrado, y su familia regresó sus huesos a Magnesia en Atenas; al menos es seguro que sus hijos, le dedicaron en el Partenón una tabla en la que su padre Temístocles está representado.
El monte Everest, hoy por hoy el pico más alto del planeta con 8848 metros de altura sobre el nivel del mar, está situado en la cordillera del Himalaya, concretamente en la subcordillera de Mahalangur Himal y marca la frontera entre China y Nepal, en el Tibet. Es uno de los lugares más visitados del mundo y una de las metas míticas para todo escalador. Pero la historia de su nombre es realmente rocambolesca, pues no siempre se ha llamado así.
A principios del siglo XIX que es cuando algunos ingenieros británicos se acercaron a la India para tratar de medir exactamente las alturas de sus montañas más emblemáticas (Gran Proyecto de Topografía Trigonométrica de la India, iniciado en 1802 y que duró casi un siglo), este impresionante pico recibía varios nombres locales como Deodungha, que significa “Montaña sagrada” y es el nombre que se le suele dar en la India, en Bengala; y Chomolungma, que significa “Madre del universo”, que es el nombre con el que se conocía en Nepal y como apareció en un mapa de 1733 publicado en París por el geógrafo francés Jean Baptiste Bourguignon d’Anville (1697-1782), aunque para ser más exactos aparecía como Tchomour langmac, que era la representación fonética de Chomolungma. Incluso, en Europa se tenía a esta montaña como la mítica Gaurishankar, que en realidad es otro pico, situado entre Katmandú y el Everest.
Sir Andrew Waugh (1810-1878) en una pintura de 1852 de George Duncan Beechey.
Después de varios intentos de acercarse a los picos más altos del Himalaya encontrándose con la negativa del gobierno nepalí, los expedicionarios británicos inician en 1847 sus mediciones desde estaciones de observación a 240 km de distancia. En el mes de noviembre, Sir Andrew Waugh (1810-1878), el topógrafo general de la India en esos momentos, se dedicó a medir el Kangchenjunga (“Los cinco tesoros de las nieves”, en realidad es un monte con cinco picos y el nombre se refiere a los cinco repositorios de Dios: oro, plata, gemas, cereal y libros sagrados), una montaña sagrada en la zona donde era conocida también como Sewalungma, o “montaña a la que hacemos ofrendas”. En el siglo XIX estaba considerada como la montaña más alta del mundo, pero hoy se sabe que es la tercera en altura, con 8586 metros (después del Everest y el K2), aunque sí que es la más alta de la India y la segunda del Nepal, justo por debajo del mismísimo Everest. En esas estaba el bueno de Waugh cuando se dio cuenta de que justo detrás se distinguía otro pico que parecía ser más alto, aunque no lo podían verificar debido a la gran distancia a la que se encontraba. Entonces lo denominó “Pico B”, con lo que ya tenemos otro nombre para el mítico Everest.
En 1849, Waugh envió a James Nicolson más cerca del pico para medirlo mejor, pero enfermó de malaria y tuvo que regresar a Inglaterra. Entonces, su sustituto, Michael Hennessy, decidió cambiar los nombres empleados para las montañas hasta entonces y utilizó para ello nomenclatura derivada de los números romanos, con lo que el pico B cambió su nombre por “Pico XV”.
Entretanto, los cálculos para verificar su altura exacta y confirmar que era el pico más alto del Himalaya y del mundo se retrasaron varios años por las exigencias de Waugh de confirmarlos correctamente con varias pruebas. En marzo del año 1856 se hicieron públicos, por fin, los resultados: el pico XV tenía una altura de 8,840 m (29,002 pies), mientras que el Kangchenjunga solo alcanzaba los 8,582 m (28,156 pies). Lo curioso es que todas las exigentes mediciones de Waugh habían expresado una altura de 29,000 pies (8,839.2 m), pero al quisquilloso ingeniero se le antojó que esa cantidad era demasiado “exacta” y podía no ser creíble, así que “alargó” la altura en dos pies más, hasta los 29,002 pies, pasando a la historia como “la primera persona en poner dos pies en la cima del Everest”. Un chiste británico.
Sir George Everest sobre una imagen del monte que lleva su nombre.
Pero aún no hemos llegado a ese nombre. Waugh y el resto de miembros del Gran Proyecto Topográfico querían preservar todo lo posible los nombres locales para los picos, pero él no vio claro que el Pico XV tuviese un nombre común con el que fuese conocido en toda la zona. Ya hemos dicho al principio que se le denominaba por, al menos, dos nombres: Deodungha y Chomolungma. Así que pensó que era hora ya de ponerle un nombre común y, además, que fuese más fácil de pronunciar para los ingleses. Y decidió nombrar a aquella montaña, probablemente la más alta del mundo según sus propias palabras entonces, como monte Everest en honor a su predecesor en el cargo, el topógrafo galés sir George Everest (1790-1866).
No fue un nombre muy del agrado de nadie, ni siquiera del mismísimo Everest, que manifestó que era una denominación difícil de pronunciar en hindi para los nativos de la zona y, por lo tanto, no veía razonable usarlo. No obstante, en 1865, la Royal Geographical Society adoptó oficialmente el nombre de monte Everest para la recientemente calificada también de forma oficial como la montaña más alta de la tierra.
Algunos de los nombres con los que también se conoce el monte Everest
Pero no acabó aquí el baile de nombres para este pico, pues años más tarde, en Nepal se dieron cuenta de que ellos no tenían un nombre con el que denominar a aquel pico tan famoso en Europa. En principio, el nombre en tibetano de la montaña Chomolungma (recordemos que significa “Madre del universo”) era Qomolangma y su trasliteración latina era Jomo Langma. En chino se denomina Zhūmùlǎngmǎ Fēng (literalmente “pico Chomolungma”), pero muchas veces aparece en ese idioma como Shèngmǔ Fēng (“Pico Santa Madre”). El caso es que tanto en China, como en Nepal o en el Tíbet no gustaba mucho que “su” montaña llevase un nombre occidental. Incluso en Nepal tampoco eran partidarios del nombre tibetano por cuestiones políticas. Fue entonces cuando el gobierno nepalí se planteó muy seriamente buscar el nombre más adecuado a esa mítica cumbre. Y así, en los años sesenta, Baburam Acharya (1888-1971), un historiador local, “inventó” el nombre de Sagarmāthā que en sánscrito significa “La Frente del Cielo”, y con ese nombre se quedó oficialmente en el país. También se denomina así el Parque nacional del Nepal que abarca parte del Himalaya y la mitad sur del monte Everest.
Así que ya ven… el monte más alto del mundo puede que sea también el que más nombres lleva a cuestas.
Con esta especie de manía humana de poner nombre a todo (no está mal por otro lado), resulta que existe un nombre para denominar a esa sensación que todos hemos tenido alguna vez, estoy segura, y que se caracteriza por irritarse hasta el extremo por cualquier cosa… ¿A quién no le ha pasado en alguna ocasión? De hecho, es bastante corriente que esa irritabilidad, cuando es una mujer quien la sufre, se atribuya como una consecuencia del ciclo menstrual. Pues no señores, resulta que es un mal muy macho, una situación que se daba muy frecuentemente entre los marinos de la armada y al que ellos mismos bautizaron como MAMPARITIS, llamada así por los mamparos que se instalan para separar camarotes en el interior de los buques.
Desde hace tiempo los marinos saben de este problema, aunque no lo llamasen así. Pasar días, semanas y hasta meses a bordo de un buque o un submarino de pequeñas dimensiones (comparado con un continente en tierra) y superpoblado, ocasiona que en algunos momentos el roce no haga el cariño, sino todo lo contrario, que produzca irritabilidad y susceptibilidad extrema, sobre todo en los marineros menos experimentados, y que cualquier gesto de otro compañero, aunque sea simple y anodino, llegue a molestar hasta extremos incluso violentos, magnificando cualquier cuestión nimia y provocando discusiones que podrían llegar a producir auténticos motines. Todos recordamos lo que nos contaron en la escuela acerca de que Cristóbal Colon obligó a sus marineros a seguir más allá de cuanto les era conocido, estos llegaron a rebelarse y a punto estuvo de producirse un motín para volver en lugar de seguir avanzando en la nada. Si ese brote que hoy llamaríamos mamparitis hubiese triunfado, el insigne navegante no hubiese llegado a América…
Escena de la película «Master and Commander»
Pues bien, ese nerviosismo entre la marinería sigue existiendo hoy en día y los mandos de la Armada e incluso los de buques civiles, lo conocen muy bien. No hay preparación para estas situaciones ni cura alguna, que no sea la paciencia y la experiencia. También, afirman, la actividad continua, la realización de tareas con horarios estrictos y, en general, ocupar el cuerpo en actividades que liberen la mente de tales susceptibilidades. Por ello, los mandos suelen colocar a los marineros más novatos al lado de los más experimentados para tratar de atenuar esas sensaciones o que no lleguen a aparecer. Pero es difícil. Los camarotes de los barcos son muy pequeños y muchas veces no existe siquiera un espacio personal y hay que compartir hasta la cama (o hamaca) donde se duerme: mientras unos trabajan otros duermen y viceversa, pero en el mismo sitio. Estas estrecheces unidas al paso inexorable del tiempo sin poder salir de un entorno claustrofóbico en muchos casos (sobre todo en los submarinos), hacen que estos síntomas aparezcan más pronto que tarde, pese a la experiencia. Entonces se sobredimensionan las acciones de los demás, aparecen las fobias más personales, las manías más persecutorias, se llega a discutir por todo, todo irrita, por cualquier cosa se monta una pelea… incluso se ha llegado a certificar que algunos marineros sufrían enfermedades imaginarias producto de esa misma irritabilidad. Es decir, es un mal que también se somatiza.
Pues bien, todo esto se ha recordado últimamente por las situaciones que puede llegan a producirse con las normas de confinamiento obligadas por la actual pandemia mundial por la COVID19. Estar encerrado en casa, o no tener la oportunidad de salir todo lo que apetezca, no poder juntarse con amigos o familiares en gran número, encontrarse lugares de reunión clausurados, también bares, restaurantes y centros comerciales, hacer colas para entrar en los establecimientos que sí que abren, el influjo de las redes sociales, que alimentan los bulos y la desinformación produciendo enfado con cada post leído, la propia desinformación vertida por las autoridades, etc., etc., llegan a producir entre algunas personas un malestar, impotencia e irritabilidad similares a los de la mamparitis marinera. Todo eso puede afectar mucho a la persona que lo sufre, pero también a las personas con quienes convive, familiares, compañeros de trabajo y amigos, llegando a extremos de crear un ambiente particularmente irritante y hasta violento en el entorno familiar, laboral o social. Poner freno a este tipo de situaciones puede ser muy difícil, sobre todo porque la población en general no estamos preparados para una situación como la que estamos viviendo y tan alargada en el tiempo.
La COVID19 es una enfermedad muy contagiosa, mortal en muchos casos, pero también es muy exigente superarla. Las soluciones que nos ofrecen desde las instituciones médicas y políticas, suelen venir con cuentagotas y muchas veces son confusas e inaceptables, tanto, que lo que un día se dicta como obligatorio al día siguiente se suspende por ser contrario a la ley. Todo eso produce mucha inseguridad entre la ciudadanía, dejando un amplio espacio libre a las especulaciones y a las acciones negacionistas de todo tipo. Eso también es una forma de mamparitis, una irritabilidad contra las medidas poco claras que hace que muchos se nieguen a utilizar mascarillas con los alegatos más peregrinos, o acepten tomar placebos o productos incluso peligrosos para la salud, con la esperanza de no caer en un contagio y verse obligado a acudir a las farmacéuticas, demonizadas hasta el extremo por estos grupos negacionistas y a las que acusan de enriquecerse a nuestra costa (negando incluso la necesidad de una vacuna o exigiendo que esté disponible de forma inmediata) mientras esos grupos están haciendo exactamente lo mismo, enriquecerse a costa de la ignorancia, la esperanza y la buena fe humanas.
Lo malo es que para esta situación no hemos tenido preparación alguna, ni tenemos a “hermanos mayores” o más experimentados con los que contar. Estamos solos frente a nuestros miedos y soledades. Para mucha gente, este encierro obligado en casa es una situación inaceptable que les produce una continua irritabilidad y desasosiego. Y se discute por todo, todo molesta, todos es cuestionable, todo es una mentira, o una verdad a medias, o directamente una manipulación contra la que rebelarse. La mamparitis de la COVID19 puede producir situaciones muy duras para mucha gente que no están contempladas en los protocolos de actuación frente al virus.
Tratemos de no caer en algunos males ajenos a la propia enfermedad (que ya es bastante grave) como puede ser la irritabilidad extrema por cuestiones nimias o por sobredimensionar cualquier acción o inacción de otros. Si nos vemos asolados por esta irritabilidad no hay manera de frenarla si no es con la propia voluntad de hacerlo. Solo nosotros podemos hacer frente a esa consecuencia tan sutil como letal, tan alarmante como desconocida, como es la mamparitis de la COVID19. Hoy por hoy, solo podemos actuar contra la COVID19 siguiendo a rajatabla las medidas profilácticas: el uso de la mascarilla y la higiene extrema. Irritarnos por ello solo nos va a producir un problema más.
¿Es que, acaso, estimáis que por creer en la inmortalidad, os tendrá que ser dada? Es obra de la fe, del egoísmo o la desolación. Y si existe, no importa no haber creído en ella: respuestas ignorantes son todas las humanas si a la muerte interroga.
Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses, o grandes monumentos funerarios, las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega. O aceptad el vacío que vendrá, en donde ni siquiera soplará un viento estéril. Lo que habrá de venir será de todos, pues no hay merecimiento en el nacer y nada justifica nuestra muerte.
Francisco Brines («Aún no«, 1971) Premio Cervantes 2020