Unas líneas más atrás he dicho que nada he inventado; quiero ahora rectificar mi aserto. Me he tomado la libertad, común a todos los historiadores desde los tiempos de Heródoto, de poner en labios de los personajes de mi narración discursos que jamás les oí ni podría haber escuchado. He hecho esto por idénticos motivos que movieron a los historiadores a hacerlo: para dar vida y verosimilitud a las escenas que resultarían poco convincentes si me limitase a narrarlas.
No puede actuarse en la historia lo que es antihistórico, lo que es la negación de la historia. 0 la resurrección de la carne o la inmortalidad del alma, o el verbo o la letra, o el Evangelio o la Biblia. La historia es enterrar muertos para vivir de ellos. Son los muertos los que nos rigen en la historia, y el Dios del Cristo no es Dios de muertos, sino de vivos. El puro cristianismo, el cristianismo evangélico, quiere buscar la vida eterna fuera de la historia, y se encuentra con el silencio del universo, que aterraba a Pascal, cuya vida fue agonía cristiana. Y en tanto la historia es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres.
El resorte de la historia no era el progreso ni la evolución biológica ni el hecho económico ni ningún otro de los motivos aducidos por los historiadores de las diversas escuelas; era el tedio […] En un principio, por lo tanto, fue el tedio, vulgarmente llamado caos. Dios, aburriéndose del tedio, creó la tierra, el cielo, el agua, los animales, las plantas, Adán y Eva y éstos, aburriéndose a su vez en el paraíso, comieron el fruto prohibido. Dios se aburrió de ellos y los expulsó del Edén; Caín, aburrido de Abel, lo mató; Noé, aburriéndose verdaderamente un poco demasiado, inventó el vino; Dios, aburrido otra vez de los hombres, destruyó el mundo con el diluvio, pero esto le aburrió también hasta tal punto que mandó volver el buen tiempo. Y así sucesivamente. Los grandes imperios egipcios, babilónicos, persas, griegos y romanos surgieron del tedio y se derrumbaron por el tedio; el tedio del paganismo suscitó el cristianismo; el tedio del catolicismo, el protestantismo; el tedio de Europa hizo descubrir América; el tedio del feudalismo provocó la revolución francesa; y el del capitalismo, la revolución rusa. Todas estas bellas invenciones fueron anotadas en una especie de tabla sinóptica; después, con gran celo, empecé a escribir la historia propia y verdadera. No lo recuerdo bien, pero no creo haber llegado más allá de la descripción muy pormenorizada del tedio atroz que sufrieron Adán y Eva en el paraíso y de cómo, precisamente a causa de ese tedio, cometieron el pecado mortal. La cuestión es que, aburrido a mi vez del proyecto, lo abandoné en este punto.
«Intentamos aprender lo que saben los que saben: cosas útiles, necesarias y delicadas, cosas hermosas, solícitas o urgentes, ponemos todo nuestro empeño en escuchar a los gigantes y en vislumbrar los artificios del arte o los ensueños de los dioses, aunque creamos que nos engañan; queremos conocer las experiencias ¿y vivirlas? : los miedos y las angustias, las ansias y las zozobras, damos todo de sí para ser nosotros sin los otros, de espaldas a lo desconocido, repletos de sensibilidad, ensimismados en el entusiasmo; deseamos dominar nuestras vidas de terrícolas como si nos fuera a servir para algo vivirlas, siendo como somos el destino de un luminoso polvo estelar que nos aguarda ya en la eternidad.»
En una de las que serían sus últimas noches de libertad, Friedrich Nietzsche sale de su alojamiento en el número 20 de la calle Milano. Es enero en Turín, y hace frío. Aprieta el nudo de la bufanda en torno al cuello de su abrigo. Va a cruzar la calle cuando, ante él, un caballo se desploma. El cochero, impaciente, lacera a latigazos el lomo del animal, que no puede tirar de la carga. El filósofo corre hacia él, se abraza a su cuello y, llorando, le pide perdón en nombre de la humanidad.
La Historia considera este episodio como uno de los síntomas de su locura.
«Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía.»
HERÓDOTO. Historia, VII, 10.
Publicado por primera vez en HELICON el día 2 de julio de 2006
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Gabriel García Márquez (1927-2014)
Discurso de aceptación del Premio Nobel (10 de diciembre de 1982)
El miedo, como fenómeno compartido por los integrantes de un grupo social determinado, ha sido desde siempre una de las grandes motivaciones del comportamiento de los seres humanos, tanto considerados en su escala individual como en el plano colectivo. Quizá al mismo nivel y competencia que otros sentimientos humanos también predicables de forma comunitaria y capaces de mover a la acción a masas de individuos: el odio, la filantropía, la esperanza o la frustración. De hecho, la Historia, entendida como el registro de la evolución de las diversas formas de sociedades humanas, es prodiga en ejemplos demostrativos. Sin ir más atrás en el tiempo, Jean Delumeau, en una obra histórica canónica (El Miedo en Occidente), nos reveló en su momento el inmenso protagonismo de ese fenómeno entre el siglo XIV (la centuria de la peste) y el XVIII (los últimos estertores de las guerras de religión y de la caza de brujas). G. Lefevre nos informó igualmente en El Gran Miedo, de la crucial importancia que tuvo el temor a una supuesta conjura aristocrática en la radicalización de las masas campesinas durante la Revolución francesa en el verano de 1.789. Y mucho más recientemente, a la hora de explicar la brutalidad sanguinaria de la Guerra Civil española de 1.936-1.939, el propio Manuel Azaña recordaba antes de su muerte que la contienda había tenido su origen en “el odio y el miedo” a partes iguales: “Una parte del país odiaba a la otra, y la temía”. Lamentablemente, nada hace prever que ese protagonismo histórico del miedo como fenómeno social vaya a decrecer en los próximos años y decenios. Quizá más bien todo lo contrario.