Hoy, 29 de febrero, día especial donde los haya, un día que solo sucede cada cuatro años, voy a tener el honor y el placer de presentar el libro VALLADOLID MISTERIOSA, de mi amigo Juan Carlos Pasalodos, publicado por Almuzara, y en el que figura el prólogo que Juan Carlos tuvo la gentileza de pedirme que escribiera.
En este libro encontraremos historias, leyendas, curiosidades, anécdotas, datos y hechos verdaderamente sorprendentes que empezó a recopilar hace mucho tiempo sobre Valladolid, por y para Valladolid y POR SER DE VALLADOLID, que es como titulé mi prólogo, haciendo referencia al famoso estribillo de la canción de los Celtas Cortos, y sin saber entonces que en podría tener hoy tanta tristísima actualidad con ese deleznable suceso en Burgos que ha terminado con la muerte de un vallisoletano por serlo.
VALLADOLID MISTERIOSA es también un libro de historia y cultura, donde encontrar referencias históricas, archivos y registros sonoros y fotográficos inéditos y toda la investigación honesta y crítica que Juan Carlos suele imprimir en sus trabajos. Pueden verse en su blog, QUARENDO INVENIETIS… cuyo título ya lo dice todo, encontrarás buscando.
Sin duda, será una presentación más que interesante.
El santoral de ayer, 23 de octubre, celebró la festividad de un santo peculiar, San Juan de Capistrano (San Giovanni da Capestrano), sacerdote italiano y fraile franciscano que, como informa su nombre, nació el 24 de junio (día de San Juan) de 1386 en la localidad de Capistrano, en L’Áquila, en el antiguo Reino de Nápoles (hoy Italia) y falleció a causa del tifus el 23 de octubre (esta vez sí) de 1456 en Ilok, hoy en Croacia. Ya no existe nada de lo que conoció este santo en vida.
¿Y qué tiene de peculiar? Me preguntarán.
Pues en principio que se trata de un santo guerrero, patrón de los vicarios castrenses. Cursó Derecho en Perugia y allí alcanzó tal prestigio como jurista que Ladislao I de Anjou-Durazzo, rey de Nápoles, lo nombró gobernador de la ciudad. En 1416 intervino como pacificador entre las facciones de Perugia y Malatesta, que se hallaban enfrentadas, y fue hecho prisionero. En la cárcel sufrió una radical transformación y en un sueño, san Francisco lo invitó a unirse con sus discípulos. Eso hizo cuando ya contaba 30 años y tras aplacar las voces contradictorias que brotaban dentro de sí, además de romper un matrimonio anterior. Convertido en ferviente defensor de la ortodoxia católica, el papa le nombró inquisidor de los fraticelliy emprendió una misión itinerante por distintos estados europeos. Combatió las herejías de los husitas, participó en la dieta de Frankfurt y fue artífice de la unidad entre los armenios y Roma.
De forma reiterada le designaron vicario general de la observancia, fue nuncio apostólico en Austria y ardoroso defensor de la fe en lugares de batalla, en Europa Central y del Este. Fray Giovanni fue clave en la organización de los ejércitos que lucharon en este espacio contra la invasión otomana. Tanto Martín V, como Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III le encomendaron diversas causas delicadas que solventó, declinando ser obispo en tres ocasiones. Era un hombre de oración, gran penitente y todo un tratado de vida ascética. Dormía dos horas y, a veces, una sola; austero en sus alimentos, templado y prudente en sus juicios, la gente le seguía y le escuchaba enfervorizada. La última batalla en la que participó fue en 1456, en Belgrado, cuando tenía ya 70 años. Unos meses más tarde falleció. Por esta férrea defensa de la fe, Inocencio X lo beatificó el 19 de diciembre de 1650 y Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690.
Y, en segundo lugar, que su nombre (que no su figura) inspiró la novela titulada La Maldición de Capistrano (The Curse of Capistrano) de Johnston McCulley, escrita en 1919, donde por primera vez aparece el personaje de El Zorro, considerado uno de los primeros héroes de ficción de la cultura moderna y el primero que marca a sus víctimas con una letra, la “Z” de su nombre.
La Maldición de Capistrano se publicó de forma seriada (muy común en ese siglo) entre agosto y septiembre de 1919, en cinco números de la revista pulp All-Story Weekly (¡Ay, esas revistas pulp!). Muy poco después, en 1920 se rodó la película muda La Marca del Zorro (The Mark of Zorro) basada en esa novela y con protagonismo absoluto de Douglas Fairbanks, pues fue su productora Pictures Corporation quien la puso en marcha (distribuida después por United Artists), quien escribió el guion (con el pseudónimo de Elton Thomas y junto a Eugene Miller) y, por supuesto, su actor principal. Curiosamente, fue Fairbanks quien introdujo en el filme la vestimenta característica del Zorro: traje negro, máscara negra, sombrero redondo y negro… Y, dado el éxito que obtuvo, el mismo Johnston McCulley decidió adoptar toda esa apariencia en sus siguientes novelas sobre el Zorro. Lo demás, ya es historia.
¿Y qué tiene esto que ver con el santo? Me seguirán preguntando.
Pues que la trama se desarrolla en las misiones-pueblo de la Alta California durante los años 1821-1846, llamados de la Era Mexicana, sobre todo en la Misión San Juan de Capistrano, mencionada en la novela y que estuvo situada al sur de lo que hoy es la zona de Los Ángeles (condado de Orange). Las películas de Hollywood trasladaron más tarde la acción a la época virreinal, pero la novela transcurre en este momento de la historia.
Las misiones-pueblo opueblo de misión, eran fundaciones de misioneros de diversas congregaciones (principalmente franciscanos, pero también dominicos, capuchinos, jesuitas…) con población mayoritariamente indígena (también con colonos llegados desde España, muchos desde las Islas Canarias) durante la época colonial en América. Los misioneros se establecían en una zona y trataban de atraer a los indígenas con una suerte de trabajo cooperativo (cayapa) llegaban a conformar un pueblo según las ordenanzas a las que quedaban sujetos, dictadas por Felipe II en el siglo XVI. En California, veintiuno de estos pueblos de misión, extendidos en 966 kilómetros, se unían mediante el llamado Camino Real de California, aproximadamente desde San Diego hasta la bahía de San Francisco, pero esa sería otra historia.
El caso es que entre esos lugares se encontraba la Misión San Juan Capistrano erigida en la localidad del mismo nombre por fray Junípero Serra (por entonces el Padre Presidente de las misiones de Alta California) en el año 1776. Es la más reconocida de las misiones californianas y esta considerada un Hito Histórico Nacional.
Desde el principio fue una fundación principal. De hecho, en 1783, salió de este lugar el primer vino producido en la Alta California (y ya saben hasta donde han llegado en fama y ventas estos viñedos), de la variedad que ya llevaría el nombre de uva Criolla o Misión. Y, sobre todo, proliferó en la cría de la ganadería extensiva, con grandes rebaños de vacuno y ovino. Pero también fue la primera en introducir la forja de hierro, estableciendo las primeras en toda California, que sirvieron para elaborar desde herramientas básicas (como clavos) hasta cruces, puertas, bisagras e incluso cañones para la defensa de la Misión. Y eso que tenían que adquirir el hierro mediante el comercio, lo que acrecentó su prosperidad.
Pero es que Misión San Juan Capistrano fue tan emblemática en la zona que fue una de las que resultaron asaltadas por «el único pirata de California», el corsario francés Hippolyte Bouchard, entre noviembre y diciembre de 1818, además de Monterrey y Santa Bárbara. Aquí no se produjeron demasiados destrozos, de hecho, el pirata, que actuaba bajo bandera argentina (era amigo de José San Martín y defensor de la revolución argentina), tuvo poco éxito en California y se retiró pronto, pero causó varios daños colaterales. Por ejemplo, algunos frailes abandonaron las Misiones más vulnerables para refugiarse en otras más alejadas. En la Misión de Santa Cruz, por ejemplo, los frailes dejaron a los lugareños la labor de defensa de los objetos de la iglesia, pero, curiosamente, no fue asaltada por los piratas y sí por los supuestos defensores que saquearon y vandalizaron todo lo que pudieron. Cosas que pasan.
Y en esto llega la época Mexicana con un llamado a la secularización y emancipación de las Misiones. José María de Echeandía, el primer nativo mexicano elegido gobernador de Alta California, emitió una Proclamación de Emancipación el 25 de julio de 1826. Todos los indios de los distritos militares de San Diego, Santa Bárbara y Monterrey que se consideraron cualificados fueron liberados del gobierno misionero y reunieron los requisitos para convertirse en ciudadanos mexicanos. La aceleración de la inmigración, tanto mexicana como extranjera, aumentó la presión sobre el gobierno de Alta California para que incautara las propiedades de las Misiones y desalojara a los nativos de acuerdo con la directiva de Echeandía, quien se propuso probar un plan a gran escala en la Misión San Juan Capistrano. El gobierno mexicano aprobó una ley el 20 de diciembre de 1827 que ordenaba la expulsión de todos los españoles menores de sesenta años de los territorios mexicanos, lo que implicaba a prácticamente todos los misioneros. El mismo gobernador Echeandía intervino en nombre de algunos de ellos para evitar su deportación cuando la ley entró en vigor en California.
La Misión San Juan Capistrano fue la primera en sentir los efectos de la secularización cuando, el 9 de agosto de 1834, el gobernador Figueroa emitió su Decreto de Confiscación, siguiéndola otros asentamientos rápidamente, hasta que en 1836 sucumbieron los últimos. Los franciscanos abandonaron poco después la mayoría de las Misiones, llevándose consigo casi todo lo de valor, tras lo cual los lugareños solían saquear los edificios para obtener materiales de construcción. Las antiguas tierras de pastoreo de las misiones se dividieron en grandes concesiones de tierras llamadas ranchos, lo que aumentó enormemente el número de propiedades de tierras privadas en la Alta California.
En este ambiente es en el que se desarrolla la novela de Johnston McCulley en el que hace su aparición El Zorro, alter ego de Don Diego de la Vega, un joven de la aristocracia novohispana californiana en defensa de los nativos mexicanos de las Misiones, y en contra del corrupto y abusivo gobernador y sus aliados comerciales y políticos. Así lo describía su creador (pueden leer la novela en inglés aquí):
Por esta peculiar amistad entre Don Diego y el Sargento Gonzales fue la comidilla de El Camino Real. Don Diego provenía de una familia de sangre que gobernaba miles de acres, innumerables rebaños de caballos y ganado, grandes campos de grano. Don Diego, por derecho propio, tenía una hacienda que era como un pequeño imperio, y también una casa en el pueblo, y estaba destinado a heredar de su padre más del triple de lo que ahora tenía. Pero Don Diego no se parecía a los demás jóvenes de pura sangre de la época. Parecía que no le gustaba la acción. Rara vez usaba su espada, excepto por una cuestión de estilo y vestimenta. Era tremendamente educado con todas las mujeres y no cortejaba a ninguna. Se sentaba al sol y escuchaba las locas historias de otros hombres, y de vez en cuando sonreía. Era lo opuesto al sargento Pedro Gonzales en todo y, sin embargo, estaban juntos con frecuencia. Fue como había dicho don Diego: él disfrutaba de las fanfarronadas del sargento, y el sargento disfrutaba del vino gratis. ¿Qué más podrían pedir en cuanto a un acuerdo justo?
Ahora don Diego se acercó al fuego y se secó, sosteniendo en una mano una jarra de vino tinto. Era sólo de estatura mediana, pero poseía salud y buena apariencia, y era desesperación para las dueñas orgullosas que no mirara por segunda vez a las lindas señoritas que protegían y para quienes buscaban maridos deseables. Gonzáles, temiendo haber enojado a su amigo y que el vino gratis se acabara, ahora se esforzó por hacer las paces.
—Caballero, hemos estado hablando de este famoso Señor Zorro —dijo—. Hemos estado hablando de esta hermosa Maldición de Capistrano, como algún tonto ágil ha considerado apropiado llamar la plaga de la carretera.
—¿Qué hay de él? —preguntó Don Diego, dejando su jarra de vino y ocultando un bostezo detrás de su mano. Los que mejor conocían a Don Diego declaraban que bostezaba veinte veces al día.
—He estado observando, caballero —dijo el sargento—, que este buen señor Zorro nunca aparece por mi vecindad, y que espero que los buenos santos me concedan la oportunidad de enfrentarlo algún buen día, para poder reclamar el recompensa ofrecida por el gobernador. Señor Zorro, ¿eh? ¡Ja!
—No hablemos de él —suplicó don Diego, alejándose de la chimenea y extendiendo una mano como en señal de protesta—. ¿Será que nunca oiré de nada excepto hechos de derramamiento de sangre y violencia? ¿Sería posible en estos tiempos turbulentos que un hombre escuche palabras de sabiduría sobre la música o los poetas?
—¡Papilla de harina y leche de cabra! —resopló el sargento Gonzales con gran disgusto—. Si este señor Zorro quiere arriesgar su cuello, que lo haga. ¡Es su propio cuello, por los santos! ¡Un asesino! ¡Un ladrón! ¡Ja!
—He estado escuchando mucho sobre su trabajo —continuó diciendo Don Diego—. Este tipo, sin duda, es sincero en su propósito. No ha robado a nadie excepto a los funcionarios que han robado a las misiones y a los pobres, y no ha castigado a nadie excepto a los brutos que maltratan a los nativos. Tengo entendido que no ha matado a ningún hombre. Que tenga su pequeño día ante el público, mi sargento.
—¡Preferiría tener la recompensa!
—Gánatelo —dijo Don Diego—. ¡Captura al hombre!
—¡Ja! Vivo o muerto, dice la proclama del gobernador. Yo mismo la he leído.
—Entonces enfréntate a él y atraviésalo, si eso te agrada —replicó Don Diego—. Y cuéntamelo todo después, pero perdóname ahora.
—¡Será una bonita historia! —Gonzáles lloró—. ¡Y lo tendrás completo, caballero, palabra por palabra! Cómo jugué con él, cómo me reí de él mientras peleábamos, cómo lo presioné después de un tiempo y lo atravesé…
—Después… ¡pero no ahora! —Don Diego gritó exasperado—. ¡Propietario, más vino! ¡La única manera de detener a este estridente fanfarrón es hacer que su amplia garganta esté tan resbaladiza con vino que las palabras no puedan salir de ella!
El propietario llenó rápidamente las tazas. Don Diego bebió lentamente su vino, como debe hacer un caballero, mientras el sargento Gonzáles tomó el suyo en dos grandes tragos. Y entonces el vástago de la casa de Vega se acercó al banco y tomó su sombrero y su sarape.
[…] Don Diego Vega tomó el tarro de miel, se envolvió la cabeza con su sarape, abrió la puerta y se sumergió en la tormenta y la oscuridad.
—¡Ahí va un hombre! —gritó Gonzales, agitando los brazos—. Él es mi amigo, ese caballero, ¡y quisiera que todos los hombres lo supieran! Rara vez usa una espada, y dudo que pueda usar una, ¡pero es mi amigo! Los brillantes ojos oscuros de las encantadoras señoritas no lo perturban. ¡Pero juro que es un modelo de hombre!
[…] Y de nuevo se abrió de repente la puerta y un hombre entró en la posada impulsado por una ráfaga de tormenta. El nativo se apresuró a cerrar la puerta contra la fuerza del viento y luego se retiró de nuevo a su rincón.
El recién llegado estaba de espaldas a los que estaban en la sala larga. Vieron que su sombrero estaba calado hasta la cabeza, como para evitar que el viento se lo llevara, y que su cuerpo estaba envuelto en una larga capa que estaba empapada. De espaldas a ellos, abrió la capa, se sacudió las gotas de lluvia y luego la dobló sobre su pecho nuevamente mientras el gordo propietario se apresuraba hacia adelante, frotándose las manos con expectación, pues consideraba que allí había algún caballero de la carretera que pagaría buenas monedas por comida, cama y cuidado de su caballo.
Cuando el propietario estuvo a unos pocos metros de él y de la puerta, el extraño se dio la vuelta. El posadero dio un pequeño grito de miedo y se retiró rápidamente. El cabo gorgoteó profundamente en su garganta; los soldados jadearon; El sargento Pedro Gonzales dejó caer la mandíbula inferior y dejó que sus ojos se desorbitaran.
Porque el hombre que estaba de pie frente a ellos tenía una máscara negra sobre su rostro que ocultaba efectivamente sus rasgos, y a través de las dos rendijas sus ojos brillaban siniestramente. […]
—Señor Zorro, a sus órdenes —dijo.
[…] El señor Zorro se rió, no de manera desagradable, pero no apartó los ojos de Gonzales. […]
—Hace cuatro días, señor, usted golpeó brutalmente a un nativo que se había ganado su antipatía. El asunto ocurrió en el camino de aquí a la misión de San Gabriel.
—¡Era un perro hosco y se metió en mi camino! ¿Y a ti qué te importa, mi lindo bandolero?
—Soy amigo de los oprimidos, señor, y he venido a castigarlo.
Así, un fraile castigador de otomanos con sus oraciones, que nunca estuvo en América, devino en un héroe mexicano enmascarado, maldición de la corrupción californiana, y cuya festividad celebramos ayer, 23 de octubre. Ya podría declararse también este día como Día de El Zorro (el personaje, no el animal, que ya tiene su día, el 26 de enero), para homenajear ambos extremos del nombre de San Juan de Capistrano.
Acabo de terminar de leer un libro de Alexis Ravelo del año 2016 que no pertenece a la serie de Eladio Monroy ni es una novela policíaca ni trata de la resolución de un crimen. Se titula La otra vida de Ned Blackbird y es una deliciosa narración intimista intercalada de referencias literarias y con un trasfondo de magia o misterio o locura o las tres cosas a la vez, que hacen esta intriga psicológica un relato interesante de principio a fin. Uno no sabe en qué va a derivar la historia de Carlos Ascanio, que alguien cuenta como en una voz en off, mientras, curiosamente, lo que vamos descubriendo a través de ambos es la vida de la inquilina que vivía en la casa recién alquilada por Carlos y que falleció allí mismo. Se trataba de una maestra jubilada que escribía compulsivamente novelitas del oeste, cartas, un diario y hasta lo que ella llamaba “una novela seria”. Con todo este batiburrillo, Alexis Ravelo teje un entretenido relato en el que nada es lo que parece o quizá, la locura hace acto de presencia sin que nadie se dé cuenta, pero en la que la misma casa tiene un protagonismo propio, asfixiante, como si se apoderara del protagonista, al modo de una casa encantada sin serlo.
Como todo lo que escribió este hombre, me ha encantado. Pero me hizo recordar otra novela que había leído antes, hacía muy poco, además, y de la que empecé a encontrar paralelismos. Para empezar, los protagonistas de ambas se llaman Carlos.
Se trata de Solo humo (2023), de Juan José Millás, otro autor de los que me gusta todo. En esta novela un joven recibe en herencia la casa de su padre, recientemente fallecido en ese mismo piso. Era un “hombre turbio” repite su madre, de quien estaba separado, pero el joven al tomar posesión de la vivienda, encuentra que ella le va desvelando la personalidad del padre, sus aficiones lectoras (la casa está llena de libros, como lo estaba la de la novela de Ravelo, antes de que su inquilina falleciera) y al cine y, sobre todo, descubre una serie de cuentos infantiles que le van llevando de la mano como los guijarros que arrojaban Hansel y Gretel en el camino para volver a casa. Solo que en esta ocasión le llevan hacia un mundo de fantasía que empieza a descubrir en un diario que ha ido escribiendo el padre y cuya historia el joven se va a empeñar en descifrar. Es el trasfondo de este diario el que le confunde rayando en la locura.
Esta incursión en algo tan personal y privado como es un diario también aparece en la novela de Ravelo y va a resultar un punto crítico en el protagonista. En el caso de Millás encontrará igualmente en ellos algo parecido a la magia, misterio, locura y una intriga psicológica que no se desentrañará hasta el final. Pero, en todo caso, la vivienda ejerce en el chico una influencia casi opresiva que le obliga, en primera instancia, a quedarse a vivir allí y, finalmente, a desentrañar la vida de su padre ausente.
Por último, señalar una diferencia entre las dos novelas: la inquilina fallecida en la novela de Ravelo escribía a máquina; mientras que el padre fallecido en la novela de Millás lo hacía a mano.
Me han venido estas novelas a la cabeza cuando estoy trabajando en una clase de escritura el tema de la Descripción del Espacio. Entonces he recordado que en ambas se describía la casa en la que los dos Carlos van a desarrollar su psicosis y donde transcurren las novelas. Y las he buscado.
Estas son las descripciones de los pisos que aparecen en las primeras páginas de La otra vida de Ned Blackbird y en Solo humo. Por supuesto, a lo largo de ambas novelas se habla más de la vivienda y se describen otros momentos y elementos del espacio, pero estos son los iniciales. Como se puede apreciar, son descripciones totalmente distintas, tanto en los detalles como en el estilo, pero ambas ejercerán en el personaje principal idéntico influjo.
LA OTRA VIDA DE NED BLACKBIRD (2016) Alexis Ravelo
Lo que nos interesa es que, a mediados de septiembre, tras buscar un alquiler conveniente por todos los barrios del centro, hizo que le mostraran el apartamento B de la segunda planta del viejo edificio situado en el número 21 de la calle Espinosa. Nada demasiado lujoso: una vivienda de tres habitaciones, cocina, cuarto de baño y recibidor, con mobiliario antiguo pero en buen estado. Se la enseñó el propietario de la finca, quien se había presentado como Germán Villanueva con un burocrático apretón de manos. […] Carlos Ascanio disimuló su repulsión evitando las miradas directas, lo cual contribuía a apuntalar la actitud de jugador de póquer que debe tener quien examina una vivienda que se propone alquilar. Conforme a costumbres inveteradas, hizo lo que siempre había oído que ha de hacerse en los preámbulos a los negocios inmobiliarios: revisó la electricidad y el agua corriente, comprobó si había calentador de agua, si la cocina funcionaba bien, si el salón era luminoso, si la humedad había dejado su lepra en algún rincón del techo o las paredes. Todo esto ocurrió mientras el casero enumeraba las ventajas del piso: estaba situado en pleno casco histórico, los vecinos eran gente tranquila, las zonas comunes del edificio se limpiaban regularmente y él mismo hacía las labores de mantenimiento; el precio del alquiler resultaba muy económico, porque la anterior inquilina había muerto hacía unos meses y a él le interesaba ocuparlo cuanto antes. Ascanio sintió curiosidad por la inquilina fallecida. Se trataba, según contó Villanueva, de una señora mayor. Lo suyo había sido repentino. Por causas naturales, por supuesto. No había dejado descendencia y, que él supiera, carecía de allegados. —Por cierto, algunas de sus cosas están el cuarto del fondo —dijo, como de pasada—. La verdad, todavía no sé qué hacer con ellas. Como se trata de objetos personajes, tengo que conservarlos durante un tiempo prudencial, por si en algún momento se presenta alguien reclamándolos. […] Abrió la puerta y le mostró una estancia de unos seis o siete metros cuadrados. Opuesta a la puerta, había una ventana. Una de las paredes había quedado casi oculta por un armario de tres puertas y dos baúles que habían sido colocados uno sobre el otro. Pero el resto de la habitación estaba libre.
SOLO HUMO (2023) Juan José Millás
Días después, tras llevar a cabo los trámites relativos a la declaración de herederos, madre e hijo fueron a la casa del padre para tomar posesión de ella y ver de qué había que desprenderse y de qué no antes de ponerla en alquiler. Llovía mucho y reinaba en la ciudad una negrura como de eclipse moral. Eran las cinco de la tarde. La casa se encontraba en el décimo piso de una torre de quince en a que la mayoría de las ventanas daban a la M-40, una de las carreteras de circunvalación de Madrid. Carlos permaneció un rato hipnotizado por el espectáculo de los coches, que circulaban allá abajo, pegados los unos a los otros, levantando con las ruedas abanicos de agua. Su madre lo sacó de su ensimismamiento. —Voy a empezar por el dormitorio —dijo como invitándole a quedarse solo unos instantes, por si quisiera, supuso el joven, establecer con el fallecido la comunicación telepática que ella le había negado al ocultarle su entierro. Cuando la mujer desapareció por el pasillo, Carlos fue de un lado a otro del salón, intentando imaginarse a su padre dentro de aquella estancia en la que, de no ser por los libros que tapizaban las paredes, casi todo resultaba impersonal y escaso. Los muebles, de serie, eran los previsibles. Frente a la televisión había sin embargo una butaca articulada de piel, que no armonizaba con el resto: parecía un capricho. Desde esa butaca, pensó el joven, veía su padre las películas ordenadas en una zona de la estantería perfectamente distinguible de la de los libros. Carlos no era aficionado al cine, tampoco era lector, por lo que apenas se detuvo a mirar los títulos de unas ni de otros. Con movimientos cautelosos, como el intruso que se sentía, accedió al pasillo, al que se abrían cuatro puertas (tres habitaciones y un baño, supuso, pues la cocina estaba a la entrada). Su madre trasteaba en la del fondo, así que se introdujo en la primera de la derecha, que tenía el aspecto de un despacho. En la mesa de trabajo, ordenada y neutra, destacaba un cuaderno de tapas blandas cuyas primeras páginas aparecían escritas con una caligrafía clara aunque nerviosa, que atribuyó a su padre. Alterado por el descubrimiento, se sacó los faldones de la camisa y, procurando no dañarlo, ocultó el cuaderno a su espalda, sujetándolo con la presión de la correa del pantalón. Después se recolocó la camisa y anduvo unos pasos para comprobar que resistía. Enseguida, fingiendo un sosiego que no sentía fue al encuentro de su madre, que observaba pensativa los objetos del dormitorio, también muy escasos. Parecía decepcionada. El joven se asomó con aprensión al cuarto de baño anexo al dormitorio, que olía a cuarto de baño usado. Le pareció percibir un olor corporal que le recordaba al propio. Vio sobre el lavabo una maquinilla de afeitar de la misma marca que utilizaba él y un vaso de plástico del que sobresalía un cepillo de dientes. En la tercera habitación, quizá para invitados, descubrieron una tabla de planchar y camisas arrugadas sobre la cama. Las camisas del padre.
Ambos libros son totalmente recomendables y disfrutarán con ellos unas agradables tardes de lectura, lo aseguro. Sus estilos son distintos, sus historias diferentes, su localización dispar (Canarias en la de Ravelo, Madrid en la de Millás) y su trasfondo no puede ser más diferente. Pero ambas hablan del pasado, de un personaje que no conoce a su antecesor ocupante del piso, de literatura (quizá «menor», novelitas del oeste en Ravelo, cuentos infantiles en Millás), de la escritura de un diario y, sobre todo, de intriga psicológica. Y las dos tienen como protagonistas a un personaje llamado Carlos y un espacio que les impele a actuar de una misma manera, la casa donde falleció una persona y que describirán con exquisita pulcritud.
Dicen que la educación nos abrirá muchas puertas. Es posible que se refieran a la buena educación, esa que hace que alguien nos ceda el paso al llegar a un lugar, habitualmente un edificio, donde ha de sujetar el artilugio que franquea el paso, llamado puerta, esto es: una hoja de madera, lisa o tallada, con o sin cristales, o totalmente acristalada, o enmarcada en aluminio; sujeta a la pared con unos goznes llamados bisagras; y provista de un mango que permite accionarla, llamado manillar, mango o tirador. Ese sería el modo en el que la (buena) educación nos abre puertas.
Un inciso antes de seguir. Si cuando alguien nos hace ese requiebro elegante, nosotros pasásemos sin sujetar la puerta a su vez, para permitir que el otro pueda soltarla y entrar, o salir, por el mismo sitio, estaríamos incurriendo en todo lo contrario: una falta de educación. Tal vez otro día deba explayarme en explicar la diferencia de gestos de buena y mala educación, pero hoy toca hablar de cómo abrir (o cerrar) una puerta.
Visualicen una puerta con un tirador a cada lado de la misma. En el de la cara interior del edificio que guarda figura la palabra TIRAR, mientras que en el del exterior aparece la expresión EMPUJAR. ¿Lo han visualizado? Bien. Ahora veamos dos ejemplos.
-1- Usted se encuentra en el interior del edificio y quiere salir. Se sitúa delante de la puerta y ¿qué hace? Hay una especie de botón de alarma en el interior de nuestra cabeza, tal vez colocado ahí en los primeros tiempos de la humanidad, que nos obliga a realizar el gesto de correr hacia adelante empujando todo lo que nos encontremos por el camino. Este impulso, aprendido con toda seguridad por las terribles y oscuras noches que se hacían acompañar de miles de amedrentadores ruidos desconocidos, es un instinto que permanece, que aún domina en mucha gente. Sin embargo, eso, señores, que pudo salvar vidas en nuestro pasado más remoto, hoy es un despropósito. Después de milenios de civilización y educación, debe imperar el raciocinio, un séptimo sentido que nos impele a leer el cartel que tenemos delante y que dice TIRAR. Así que, por favor, ¡¡NO EMPUJE!!
-2- Imagínese de nuevo ante esa puerta, ahora en el exterior del edificio con intención de acceder a él. Tal vez, y por el mismo embrutecido impulso descrito anteriormente, lo primero que deseen hacer sus extremidades superiores sea tirar hacia afuera de eso que le impide el paso, agarrarlo con fuerza y expulsarlo lejos, detrás de usted. Se encontraría entre ese tipo de personas que no se detiene en intentar superar sus primitivos instintos gregarios y que tirará del manillar de una puerta donde claramente dice EMPUJE. Señores, por favor: ¡¡LEAN, LEAN ANTES DE ACTUAR!!
AlmaLeonor_LP
Este texto pertenece a un ejercicio propuesto en un Curso de Verano, en el que nos instaban a escribir siguiendo el modelo que Julio Cortazar denominó Manual de Instrucciones, el primer apartado de su libro Historias de Cronopios y de Famas. Escribió varios textos, pero el más conocido es, quizá, Instrucciones para subir una escalera. Pues bien, siguiendo este modelo escribí varios textos, aunque solamente envié uno como respuesta al trabajo. Voy a ir colgando aquí todos ellos, empezando por este y terminando por el que propuse como trabajo del curso.
Esto que cuento aquí es una forma idealizada de explicar lo que sucede en mi puesto de trabajo cada día ¡CADA DÍA! Y varias veces al día ¡VARIAS VECES AL DÍA! Así que no es que le pase a uno, le pasa a mucha gente. Algo de ancestral o genético tiene que haber en ese impulso atávico de no detenerse frente a un cartel y actuar como impele el instinto. Pero también hay algo de prepotencia en el gesto, ese que nos hace pensar que nuestra forma de actuar es la única correcta, por mucho que un cartel (¿qué cartel?) pegado en la puerta a la altura de nuestros ojos diga lo contrario.
Eso sí, esta situación tan corriente ha generado un sin fin de bromas, memes, y cartelitos con mucha guasa… Al menos, riámosnos con ello.
… Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen … Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo junto al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las libero… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, corno carbón, como restos del naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben–, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de a atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tu eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj
Julio Cortázar (Historias de Cronopios y de Famas, 1962)
Imagen propia tomada por mi marido en La Santa Espina (Valladolid).
«Se enojó Clitie, pues tampoco moderado había sido en ella del Sol el amor, y acuciada de la rival [Leucótoe] por la ira, divulga el adulterio y a la difamada ante su padre [Orcamo] acusa; él, feroz e implacable, a la que suplicaba y tendía las manos a las luces del Sol y que: «Él fuerza me hizo contra mi voluntad», decía, la sepultó, sanguinario, bajo alta tierra y un túmulo encima añade de pesada arena. Lo disipa con sus rayos de Hiperión el nacido y camino te da a ti por donde puedas sacar tu sepultado rostro; y tú ya no podías, matada tu cabeza por el peso de la tierra, ninfa, levantarla, y cuerpo exangüe yacías: nada que aquello más doliente se cuenta que el moderador de los voladores caballos, después de los fuegos de Faetonte, había visto. Él ciertamente los gélidos miembros intenta, si pueda, de sus radios con las fuerzas, retornar al vivo calor; pero, puesto que a tan grandes intentos el hado se opone, con néctar aromado asperjó su cuerpo y el lugar, y de muchas cosas antes lamentándose: «Tocarás, aun así, el éter», dijo. En seguida, imbuido del celeste néctar el cuerpo se licueció y la tierra humedeció con su aroma, y una vara a través de los terrones, insensiblemente, con raíces en ella hechas, de incienso, se irguió, y el túmulo con su punta rompió. Mas a Clitie, aunque el amor excusar su dolor, y su delación el dolor podía, no más veces el autor de la luz acudió y de Venus la moderación a sí mismo se hizo en ella. Se consumió desde de aquello, demencialmente de sus amores haciendo uso, sin soportar ella a las ninfas, y bajo Júpiter noche y día se sentó en el suelo desnuda, desnudos, despeinada, sus cabellos, y durante nueve luces sin probar agua ni alimento, con mero rocío y las lágrimas suyas sus ayunos cebó y no se movió del suelo; sólo contemplaba del dios el rostro al pasar y los semblantes suyos giraba a él. Sus miembros, cuentan, se prendieron al suelo, y una lívida palidez vertió parte de su color a las exangües hierbas; tiene en parte un rubor, y su cara una flor [Heliotropo] muy semejante a la violeta cubre. Ella, aunque por una raíz está retenida, al Sol se vuelve [Girasol] suyo y mutada conserva su amor».
OVIDIO, “Las Metamorfosis” Los amores del Sol y Clítie (IV: 167-270)
Me desperté con dolor de cabeza y el ruido de las bandas pasando por la calle. Recordé que había prometido llevar a la amiga de Bill, Edna, a ver a los toros pasar por la calle y entrar al ruedo. Me vestí, bajé las escaleras y salí a la mañana fría. La gente cruzaba la plaza, corriendo hacia la plaza de toros. Al otro lado de la plaza estaban las dos filas de hombres frente a las taquillas. Todavía estaban esperando que las entradas salieran a la venta a las siete.
El tramo de tierra desde el borde del pueblo hasta la plaza de toros estaba embarrado. Había una multitud a lo largo de la cerca que conducía al ruedo, y los balcones exteriores y la parte superior de la plaza estaban llenos de gente. Escuché el cohete y supe que no podría entrar al ruedo a tiempo para ver entrar a los toros, así que me abrí paso entre la multitud hacia la cerca. Fui empujado contra los tablones de la cerca. Entre las dos vallas de la pista, la policía desalojaba a la multitud. Caminaron o trotaron hasta la plaza de toros. Entonces la gente empezó a venir corriendo. Un borracho resbaló y cayó. Dos policías lo agarraron y lo empujaron hacia la cerca. La multitud corría rápido ahora. Hubo un gran grito de la multitud, y asomando la cabeza por entre las tablas vi a los toros saliendo de la calle hacia el largo corral. Iban rápido y ganaban terreno a la multitud. En ese momento, otro borracho salió de la cerca con una blusa en las manos. Quería hacer capote con los toros. Los dos policías lo sacaron a rastras, lo amarraron, uno lo golpeó con un garrote, y lo arrastraron contra la cerca y se quedaron aplastados contra la cerca mientras pasaban los últimos de la multitud y los toros. Había tanta gente corriendo delante de los toros que la masa se hizo más espesa y se hizo más lenta al pasar por la puerta hacia el ruedo, y cuando los toros pasaron, galopando juntos, pesados, embarrados, con los cuernos balanceándose, un tiro por delante alcanzó a un hombre. en la multitud que corría en la parte de atrás y lo levantó en el aire. Ambos brazos del hombre estaban a los costados, su cabeza se echó hacia atrás cuando el cuerno entró, y el toro lo levantó y luego lo dejó caer. El toro escogió a otro hombre que corría delante, pero el hombre desapareció entre la multitud, y la multitud atravesó la puerta y entró en el ruedo con los toros detrás de ellos. La puerta roja del ruedo se cerró, la multitud en los balcones exteriores de la plaza de toros estaba hacia el interior, hubo un grito, luego otro grito.
El hombre que había sido corneado yacía boca abajo en el barro pisoteado. La gente saltó la cerca y no pude ver al hombre porque la multitud era muy densa a su alrededor. Desde dentro del ring llegaban los gritos. Cada grito significaba la embestida de algún toro contra la multitud. Se notaba por el grado de intensidad del grito lo mal que estaba pasando. Luego subió el cohete que significaba que los novillos habían sacado a los toros del ruedo a los corrales. Dejé la cerca y emprendí el regreso hacia la ciudad.
«Mal cogido por la espalda», dijo. Dejó las ollas sobre la mesa y se sentó en la silla de la mesa. «Una herida de cuerno grande. Todo por diversión. Solo por diversión. ¿Qué piensas de eso?»
«No sé.»
«Eso es todo. Todo por diversión. Diversión, ¿entiendes?»
«¿No eres un aficionado?»
«¿Yo? ¿Qué son los toros? Animales. Animales brutos». Se puso de pie puso su mano en la parte baja de su espalda. «Justo por la espalda. Una cornada justo por la espalda. Por diversión, ya entiendes».
Sacudió la cabeza y se alejó, llevando las cafeteras. Dos hombres pasaban por la calle. El camarero les gritó. Tenían aspecto de tumba. Uno negó con la cabeza. «¡Muerto!» él llamó.
Más tarde supimos que el hombre asesinado se llamaba Vicente Girones y era de cerca de Tafalla. Al día siguiente leímos en el periódico que tenía veintiocho años y una granja, una esposa y dos hijos. Había seguido viniendo a la fiesta todos los años después de casarse. Al día siguiente vino su mujer de Tafalla para estar con el cuerpo, y al día siguiente hubo oficio en la ermita de San Fermín, y el féretro fue llevado a la estación de tren por miembros de la sociedad de baile y bebida de Tafalla. Adelante marchaban los tambores, y había música de pífanos, y detrás de los hombres que llevaban el féretro iban la mujer y los dos hijos… Detrás de ellos marchaban todos los miembros de las sociedades de baile y bebida de Pamplona, Estella, Tafalla y Sangüesa que podría quedarse para el funeral. El ataúd fue cargado en el vagón de equipajes del tren, y la viuda y los dos niños viajaron, sentados, los tres juntos, en un vagón abierto de tercera clase. El tren arrancó con una sacudida, y luego siguió suavemente, descendiendo por el borde de la meseta y saliendo a los campos de cereales que soplaba el viento en la llanura camino de Tafalla.
El toro que mató a Vicente Girones se llamaba Bocanegra, era el número 118 del establecimiento taurino de Sánchez Taberno, y fue muerto por Pedro Romero como tercer toro de esa misma tarde. Su oreja fue cortada por aclamación popular y entregada a Pedro Romero, quien a su vez se la entregó a Brett, quien la envolvió en un pañuelo mío, y dejó tanto la oreja como el pañuelo, junto con varias colillas de Muratti, metida en el fondo del cajón de la mesita de noche que estaba junto a su cama en el Hotel Montoya, en Pamplona.
Al mediodía estábamos todos en el café. Estaba lleno de gente. Estábamos comiendo camarones y bebiendo cerveza. El pueblo estaba abarrotado. Cada calle estaba llena. Grandes automóviles de Biarritz y San Sebastián seguían llegando y estacionándose alrededor de la plaza. Trajeron gente para la corrida de toros. También aparecieron los coches turísticos. Había uno con veinticinco mujeres inglesas en él. Se sentaron en el auto grande y blanco y miraron a través de sus anteojos la fiesta. Los bailarines estaban todos bastante borrachos. Era el último día de la fiesta.
Ernest Hemingway. «Fiesta« (The Sun Also Rises), 1926
Como en años anteriores, estuve presente en la Feria del Libro de Valladolid, que este año 2023 se celebró iguamente en la Plaza Mayor, del 2 al 11 de junio. La caseta de la Librería MAXTOR, como viene siendo habitual, me cedió el día 6 por la tarde para la venta y firma de mis libros. Este año, además de los dos libros de la Editorial Guante Blanco («La mentira y los mentirosos de la Historia» y «De Toros y Dioses«), presenté mis más recientes obras, las novelas cortas policíacas «Sonia Pardo-2500» y «Pol Canaro. Investigador muy privado«, ambas dentro de una colección que he llamado VERDE CRIMINAL, y que irá contando con más títulos. Se trata de una muy reciente incursión en la escritura creativa, novelas cortas (todas tendrán 150 páginas y, exactamente, 25.000 palabras, sin contar los títulos de cada capítulo) y en las que he puesto muchísima ilusión. Espero que gusten al menos tanto como a mi me está gustando crearlas.
Si alguien está interesado en ellas las puede encontrar en Amazon y también puede enviarme un correo a <almaleonor632@gmail.com> y con mucho gusto (y sin gastos) le envío los ejemplares que quiera y dedicados.
Aquí unas pinceladas de una jornada increíble y muy sastisfactoria. Muchas gracias a todos los que se acercaron a preguntar, comprar y/o a charlar un ratito conmigo. ¡Con todo mi cariño y agradecimiento!
Estaré firmando ejemplares de mis libros el próximo día 6 de Juniopor la tarde (desde las 17:30 hasta las 21:00 horas) en la caseta de la Librería MAXTOR.
…Tengo el honor y el placer de anunciar la presentación de las dos primeras novelas cortas policíacas de la colección VERDE CRIMINAL: SONIA PARDO-2500 y POL CANARO. INVESTIGADOR MUY PRIVADO. Son novelas de 25.000 palabras, ni una más ni una menos. La primera, además, consta de diez capítulos de 2.500 palabras cada uno. Una reciente apuesta por la novela policíaca con la que quiero seguir trabajando. Espero que guste este giro absolutamente inesperado para mi, pero que me entusiasma.