GASPARO DE MONTALBAN.
Un leve toque en la puerta le avisaba de la hora de su medicina. El viejo sirviente entró con cadencioso paso y una bandeja temblorosa en las manos.
—Su medicina, madam.
—Gracias, Samuel.
—De nada, madam. —Miró hacia un lado, sobre el sillón de la mujer descansaba el libro que llevaba consigo desde hacía semanas—. ¿Le gusta, madam?
Ella se volvió con desgana hacia donde la mirada y barbilla del hombre señalaban.
—Sí, sí, gracias Samuel. Gracias por haber encontrado un libro para mí antes de…
—No hay de qué, madam. Disfrútelo. Que descanse.
Volvió a quedarse sola. Se tomó la pastilla, se sentó de nuevo en el sillón y tomó el libro entre sus manos. Aún le costaba leer en inglés, pero le agradó que su sirviente la reconociera como la mujer culta que era. La lentitud de las horas se pegaba a sus páginas de la misma forma que el calor asfixiante se pegaba a su cuerpo, perlando de gotas saladas su frente y su seno. El mar seguía en calma. Llevaba así varios días. El bochorno y el lento transcurrir del tiempo parecían haber contagiado su desidia a un océano que se mostraba ausente de olas y donde el viento no soplaba. Casi ni podía escuchar el agua, ahogado su sonido por el silencio que sobrecogía esa casa. Todo se había detenido en un punto acordado para hacer más insufrible la espera. Sujetó su medallón con una mano apretándolo con fuerza, angustiada ahora por otra preocupación que oscureció su rostro.
Un taconeo fuerte y acompasado en el patio rasgó el silencio como una daga. Sobresaltada, se levantó enseguida. Un soldado del rey descaradamente cubierto y con la espada al cinto entró sin modales en la estancia.
—Señora…
—¿Es la hora?
—Sí, señora. Debe acompañarme. El gobernador la espera. Todo está preparado.
—Deme tiempo para…
—Ha tenido ya demasiado tiempo, señora. Ya no queda. Debe venir conmigo.
La brusquedad y significado de esas palabras encogieron su corazón, mas no su ánimo ni su orgullo. Su familia era noble, descendía de una estirpe de alta cuna. La desgracia que había acontecido a su marido y a su casa, no mermaría un ápice ni su educación ni su compostura. Cerró el libro que aún permanecía marcado por su dedo índice en la página que leía y con paso firme se dirigió hacia su sirviente que aguardaba detrás del hombre embozado.
—Muchas gracias por todo, Samuel. Cuida bien de este libro. Es mi última petición para ti. Eres libre.
—Siempre la recordaré madam. Que Dios la acoja en su seno.
— / —
A Gasparo de Montalbán, El Silente, no le gustaba rendir cuentas a nadie. No tenía señor ni servía vasallaje a ningún rey ni corona, él era el único dueño de su libre albedrío. Hombre duro y taciturno, al tiempo que arrojado y valiente, se le tenía por uno de los piratas más respetados y temidos en las rutas que unían las islas caribeñas con el continente. A menudo se vio involucrado en intrigas y conspiraciones, ya fuese por sus artes o por las de otros, lo que le había supuesto el calificativo de “Conspirador” entre sus enemigos que crearon a su alrededor una siniestra fama. Era, a todas luces, inmerecida, pero lograron señalarle como proscrito hacía ya mucho tiempo. Claro que no pocas veces le había venido bien para amedrentar a según qué contrincantes. Pocos sabían de su vida antes de capitanear el Concepción, su galeón, su orgullo, el buque insignia de sus correrías que había bautizado con el nombre de su madre. Como pudo, o como su personalidad le dio a entender, había conseguido llegar a ser el mejor capitán pirata en esta parte del mundo, siempre de manera sigilosa, silente, de ahí el único apodo que sus hombres se atrevían a repetir en público.
Su segundo, Armindo Duarte, era un portugués pendenciero que perdió una oreja y parte del oído derecho por un cañonazo holandés, pero que lo compensaba con su vista de lince y un olfato infalible para conocer a sus hombres. Antes del amanecer la atmósfera en el barco pirata era una combinación de acción frenética, camaradería y determinación. Duarte andaba atareado de popa a proa, profiriendo órdenes a voz en grito a los marineros, unos trabajando enérgicamente, cumpliendo sus tareas con habilidad y dedicación, otros, una recua de perezosos, mereciendo más de un pescozón que propinaba a mano abierta, marcando los dedos en la nuca del desafecto. Faltaba poco para que saliera el sol y todo debía estar preparado. Miró hacia levante. El capitán estaba a punto de aparecer. Cuando el primer rayo de sol se dejó ver, Duarte levantó los brazos y todos los marineros callaron dejando de hacer lo que estuvieran haciendo para alinearse unos junto a otros con la vista fija hacia el puente.
Gasparo de Montalbán salió a cubierta echando una ojeada rápida a todos los presentes en un gesto de aprobación y reconocimiento. Alguna que otra sonrisa de orgullo recorrió la marinería. Los ojos de Duarte se enorgullecieron. Su capitán era el mejor señor al que había servido. Con todo el aplomo que le caracterizaba, Gasparo se dirigió al timonel, quien le cedió el puesto dejando en sus manos el mando del barco.
—Capitán…
Entonces, Gasparo miró al frente, abrió su camisola y dejó que la luz del sol le inundara. El medallón que colgaba de su pecho brilló como solo hacía al alba, hasta que el sol estaba ya demasiado alto para tocarle. En ese momento, lo asía con una mano llevándoselo a los labios y lo besaba. El Colgante de Sangre de Mar había otorgado su bendición al Concepción y a sus tripulantes. El capitán se volvió hacia sus hombres alzando el medallón y estos prorrumpieron en gritos y vítores. Acto seguido, todos volvieron a sus ruidosas y minuciosas tareas a bordo, bajo el mando férreo de Armindo Duarte.
—¡Todos a seus postos! ¡Içar velas! ¡Que el Concepción vuele como só él sabe fazer! ¡Pandilla de haraganes! ¡A trabalhar!
Gasparo ya no le escuchaba. Su mente se encontraba muy lejos, su mirada se tornó turbia, llena de misterio y secretos. Una sombra atravesaba su ser sin que pudiera disiparla ni los enérgicos vientos del golfo de México, causándole un dolor infinito en el pecho. Había ocultado a sus hombres sus intenciones al hacerse a la mar hacía ya varias semanas. Ninguno de ellos conocía su destino.
Detrás de esa fachada impenetrable, se escondía un hombre atormentado. Nunca conoció a su madre. Era un bebé cuando le arrancaron de su lado tras morir su padre. A ella la llevaron presa a España, acusada de las supuestas traiciones de su marido a la corona. No pudo defenderse, pero salvó a su hijo, a Gasparo. Solo le dejó en herencia un libro de horas escrito en inglés y ese colgante. Lo único que sabía es que un sirviente de su madre se lo había colocado al cuello cuando lo dejó en la puerta del convento de Santa Inés, en la Martinica.
Un día, una vieja adivina de la Gran Antilla le aseguró que su colgante era mágico. Contenía una gota de la Sangre del Mar, y por ello, su poseedor sería el dueño y señor de todas las criaturas del océano, desde la más lenta tortuga, al más rápido delfín, desde el pequeño lenguado a la gigantesca ballena, desde el escurridizo pulpo a la potente raya. Podría dominarlos a todos, también tormentas y galernas, las olas y las aves que las sobrevolaban buscando sustento. Ellas serían sus aliadas. Gasparo nunca se creyó todo eso, pero le gustaba el resplandor que el alba arrancaba de su pulida superficie. Le intrigaban las marcas que lo rodeaban, llevaba tiempo tratando de desentrañar su significado. Eso lo sabían bien sus hombres, testigos mudos de años en esa búsqueda. Lo que no sabían es que ya lo había descubierto.
Era una clave. Una ruta. Un destino.
Sabía dónde estaba el viejo palacio de su madre. El colgante se lo reveló.
Y se dirigía hacia allí.
Aquella obsesión le había arrebatado algo más que el sueño. Su naturaleza juiciosa, analítica y estratégica, se diluía en cuanto encontraba el significado de un nuevo símbolo de su colgante. El problema es que esa determinación rayana en la locura a veces, empezaba a minar la confianza de sus hombres. Su habitual lógica y racionalidad, que en tantas ocasiones les llevó a la victoria, en esta ocasión les desconcertaba. Esta vez no conocían su destino, ni la ruta. Gasparo les iba revelando un nuevo rumbo cuando alcanzaban el punto que les había indicado el día anterior. Lo hombres empezaban a dudar, murmuraban, le vigilaban expectantes… Se daba cuenta de ello. Pese a su carisma y la devoción que sentían por él, el ambiente se enrarecía a bordo.
Entonces, como un presagio de fortuna, el vigía lanzó un grito anunciando tierra. Una algarabía de voces recorrió el barco haciendo salir al capitán de su camarote. Gasparo tomó su colgante con la mano y miró al horizonte.
—Señor… ¿Hemos llegado? ¿Es esa isla nuestro destino?
—Espero que sí, Armindo, espero que sí.
El portugués sonrió. Recordaba muy bien cuando conoció a Gasparo. Buscaba hombres de confianza para botar un galeón y él se ofreció con gusto, subyugado por la imponente presencia del joven capitán. Vio en sus ojos la determinación y el deseo de libertad que solo los auténticos hombres de mar poseen. Pero también un aura de soledad de la que nunca lograba desprenderse. Tal vez aquel hombre no podía permitirse confiar en cualquiera y nunca encontró un verdadero apoyo en sus travesías. Él se sentía orgulloso de que le hubiese confiado ese papel y desde ese día Armindo Duarte, henchido de comprensión y lealtad, fue para Gasparo el faro en medio de la oscuridad de sus tormentos, cuidaba de él cuando el desánimo le vencía y no permitía que nadie dudara de su valentía y coraje.
El capitán subió al puente. El aire salado y fresco acariciaba su rostro, despertando sus sentidos. Efímeros tonos dorados y anaranjados pintaban el cielo mientras el sol se elevaba en el horizonte.
—¡Ajustad las velas! ¡Preparad los cañones!
Entre la marinería, miradas furtivas de unos a otros se preguntaban por el verdadero alcance de las palabras de su capitán. El sonido del agua rompiendo contra el casco, cada vez más fuerte, era el único que se escuchaba en esos momentos. Hasta los corazones se habían detenido. Un murmullo de desaprobación empezó a correr por la borda. Gasparo se volvió mirando uno a uno a los hombres que tenía a su alcance. El último fue Duarte, quien entendió.
—¿Es que no lo habéis oído? ¡Aos seus postos, haraganes!
La orden del segundo surtió un efecto inmediato. Los hombres se movieron a una y el barco enfiló raudo hacia aquella isla coronada por una colina en la que se vislumbraba una construcción. Gasparo lo había encontrado. Un respetuoso silencio acompañó las tareas cotidianas, como si todos intuyeran que algo sagrado se estaba gestando en su interior. Los ojos del capitán se llenaron de una mezcla de esperanza, melancolía y determinación. La evocación de su madre trajo consigo la calidez de un abrazo y las palabras de aliento que debió recibir de ella en sus peores momentos. En ese instante, sentía su presencia, como una fuerza reconfortante que le daba fuerzas para enfrentarse a los desafíos que aguardaban en el horizonte.
Había llegado a su destino, aunque alcanzarlo no sería fácil.
—Capitán… ¿Ve os recifes?
—Sí… No te preocupes, Armindo. Hay una ruta.
—Pero los hombres están com medo, capitán.
No lo confesaría, pero él también estaba preocupado. No sabía muy bien como enfilar esa línea de arrecifes en realidad. El mapa que había ido trazando según desentrañaba el significado de un nuevo símbolo de su medallón terminaba justo donde estaban en esos momentos, frente a aquel islote perdido en el mar que una vez fue uno de los puertos más frecuentados de las Antillas. Tenía que haber una entrada, pero no la conocía. Confiaba en su pericia para hallar un camino expedito entre los arrecifes hasta la ensenada segura que se divisaba frente a ellos, en la isla del Fraile. Ese era su nombre.
—¡Capitán! ¡Se acerca una tormenta! —gritó el vigía.
Eso era lo peor que les podía pasar en medio de un mar picado de dentelladas en forma de arrecifes. Gasparo se dio la vuelta. La tenían encima. Le habían hablado de lo cambiante que eran las nubes en esa parte de la costa antillana, pero nunca pensó que una tormenta se les echase encima sin verla siquiera. Y esa tenía todo el aspecto de una galerna.
—¡Todos a sus puestos!
—Capitán, temos que salir para o mar, não podemosnos aproximar a esa isla com vendaval… ¡Capitão!
La tormenta arreció de repente y el oleaje empujaba peligrosamente el Concepción hacia los arrecifes. Entonces, un grupo de delfines se colocó delante de proa saltando por encima de la espuma que provocaban las olas al chocar contra el barco.
—¡Allí! ¡Mirad! —gritó el vigía de nuevo.
Gasparo se asomó desde el puente y les vio. El Colgante de Sangre de Mar que llevaba sobre el pecho le quemaba. Lo sujetó con ambas manos y lo vio brillar bajo la negrura del cielo.
—¡Seguidlos! ¡Duarte! ¡Seguidlos! ¡Tras los delfines!
Gasparo le señalaba el grupo de cetáceos que se afanaba por llamar su atención en medio de un mar embravecido. Cuando el Concepción varió el rumbo orientándose hacia ellos, emprendieron la marcha. Siguiendo su estela, sorteando como pudieron los embates de la galerna, se escurrieron entre los arrecifes como si pintaran una línea imaginaria que los rodeara. El peligro no arredraba, pese a esa orientación inusitada, era muy difícil manejar un navío tan grande azotado por babor y estribor por vientos cada vez más fuertes, en medio de la lluvia y sobrepasados por olas que asustaron a los marineros menos expertos. Armindo se desgañitaba dando órdenes a diestro y siniestro, sin sujetarse apenas, parecía que ni siquiera ese infierno podría separar sus pies de la cubierta. La vela mayor dio un viraje inesperado y uno de los hombres cayó por la borda.
—¡Hombre al agua!
Duarte no se lo pensó. Se sujetó un cabo a la cintura y se tiró al agua ante el asombro de Gasparo. No podía perder ni un solo hombre, pero solo pensar que no volvería a ver a su segundo hizo que todo su aplomo se desvaneciese en su segundo, escurriendo por su cuerpo junto con las gotas de lluvia que no dejaba de caer. Al cabo de unos instantes, el marinero que sujetaba el cabo que portaba a Armindo notó un tirón y empezó a izarlo.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme!
Varios marineros, y hasta Gasparo, corrieron hacia ese punto y tiraron de la cuerda. En poco tiempo, Duarte y el marinero, que había perdido el conocimiento y colgaba casi inerte del potente brazo del portugués, eran subidos a bordo.
—Armindo, no se te ocurra volver a hacer una cosa así ¿Me has oído?
—Sí…, capitán…, tiene mina… palavra.
Poco después, el Concepción se vio libre del peligroso arrecife, enfiló hacia la isla y, casi como por arte de magia, las nubes se levantaron dejando ver un jirón de cielo azul. Gasparo miró hacia el agua que empezaba a calmar su ímpetu buscando a sus improvisados guías, pero los delfines ya no estaban allí. Sujetó su colgante recordando las palabras de aquella adivina. ¿Sería verdad que la Sangre de Mar les había salvado? Un potente graznido le hizo abandonar sus pensamientos y alzó la mirada. Un grupo de gaviotas les sobrevolaban al tiempo que el sol empezaba a dejarse ver. Entonces oteó más allá. Creyó ver…
—¡Capitán! ¡Hay un hombre en la ensenada! Nos hace señas.
Gasparo mandó bajar un bote para acercarse a la playa. Nombró unos cuantos hombres, dejando a Armindo a aparte, debía recuperarse del esfuerzo por salvar a aquel marinero. Pero, en medio de la maniobra para arriar el bote, el portugués, digno hijo de la costa de Lisboa, se presentó en cubierta.
—Gasparo, preciso falar contigo, caralho! ¿Dejome varado o qué?
—Duarte, estás herido… Descansa, ya bajarás a tierra más tarde. Debo irme.
Pero el portugués no necesitaba en esos momentos al silente, sino seguir a su capitán a donde fuera, y si era para saber por fin cual había sido el destino de esa terrible travesía, lo haría con o su consentimiento, aunque como buen segundo, necesitaba ese permiso. Se quejaba amargamente dirigiéndose al pirata con un tono rudo y una mezcla de palabras en español y portugués.
— Joder, no aguanto más esta maldita navegação! Necesito sentir la tierra bajo mis pies, caralho! Essa merda de mar me está deixando maluco, porra! Necesito pisar terra firme, capitán! Essa viagem tá a me foder! Solo quiero alejarme de este puto barco y poner los pies en el suelo, coño!
Gasparo, sorprendido por la interrupción y el vulgar lenguaje que solo asomaba a la boca de su segundo en momentos de verdadera angustia, le dejó subir a la embarcación. En esos momentos pensaba más en el hombre que veía en la playa que en su propio lugarteniente. Ya tendría tiempo de ocuparse de él si es que aún no estaba recuperado del todo. Duarte, como si adivinara el pensamiento silencioso de su capitán le reconfortó.
—Estoy bien, capitão, estoy bien.
Gasparo asintió y, ahora sí, junto a Armindo y el resto de los hombres que había designado, se dirigió a la playa. El Concepción quedó bien amarrado en la protegida ensenada, la tormenta había desaparecido y el sol brillaba en lo alto iluminando un palacio semiderruido. El hombre que esperaba en la playa se le antojó más anciano aún de lo que se apreciaba desde el barco, parecería que tuviera cien años. Se acercó muy despacio en cuanto la chalupa tocó tierra. Renqueaba y se dolía al caminar, pero cuando vio a Gasparo frente a él sonrió.
—Sabía que un día vendrías…
—¿Me conoces?
—Conozco ese medallón y el libro que escondes en el cinturón. Yo se los dejé a un bebe que tuve que abandonar para salvar su vida. ¡Bienvenido a casa! Madam, tu madre, estaría orgullosa de ti.
—¿Cuál era mi nombre?
—Mendoza, Diego de Mendoza y Navarro. Y ese colgante era la enseña de tu casa y linaje. La Sangre de Mar, encierra una gota de la sangre de tu padre. Ahora puedes reclamar lo que es tuyo y vengar su ignominia.
—Dime como.
— / —
En el vasto océano el destino de un hombre es tan impredecible como la propia naturaleza. No se puede dejar llevar demasiado por las ilusiones ni se puede olvidar de que el mar es incierto, solo se está seguro si se sabe mantener los pies en la tierra. Cada ola que surca, cada tesoro que persigue martilleará una pregunta en sus oídos con cada golpe de viento ¿valdrá realmente la pena? Gasparo de Montalban, Diego de Mendoza y Navarro, lo sabe bien, pero ahora sabe también que la realidad puede ser más implacable de lo que nunca imaginó. Su verdadera aventura daba comienzo en esos momentos.
AlmaLeonor_LP
Esta historia es el resultado de un ejercicio realizado con ChatGPT dentro de un curso que hice en Valladolid sobre Inteligencia Artificial para escritores, impartido por el escritor y experto en Inteligencia Artificial, Christian Fernández. Una IA no escribe un relato y mucho menos una novela, es el escritor quien lo hace. Primero, porque no resulta tan sencillo pedirle a ChatGPT que escriba lo que quieres, hay que tener claros muchos conceptos y hacer las preguntas pertinentes. Y segundo, porque lo que escribe el ChatGPT, por mucho que se adecue a lo que le has preguntado, nunca tendrá «alma», nunca será un realto completado, necesita del autor del relato, de quien ha hecho las preguntas, quien, al fin y al cabo conoce lo que quiere escribir. Reconozco que yo no sabía lo que quería escribir. Empece las preguntas al ChatGPT siguiendo las explicaciones del profesor, pero parecía que algo iba tomando forma y aseguré a Christian y a mis compañeros de curso que terminaría de escribir la historia de Gasparo de Montalban, el mayor acierto del ChatGPT, el nombre de mi protagonista. Así que aquí está el relato. Podría seguir, modificar muchas cosas, hacerlo más largo e incluso más corto, pero se trata solo de un ejercicio, una demostración de que el ChatGPT o cualquier otra Inteligencia Artificial de escritura, no puede, por sí sola, escribir una historia.
Quien quiera puede solicitarme las preguntas que realice al ChatGPT y las respuestas que obtuve para que compruebe que con ello es con lo que escribí este relato, pero lo que me respondió NO ES el relato.
AlmaLeonor_LP